(Discurso dirigido a un hombre solo)
Marzo, 1986
Introducción
En el transcurso del tiempo, el ser humano ha venido arrancando a la madre Naturaleza, poco a poco, gran número de los secretos que encierra. Así, ha llegado a conocer (o a creer que conoce) muchos de los mecanismos y leyes por los que se gobierna el mundo físico, el mundo orgánico e inorgánico, la enfermedad, el universo. Pero en cuanto a lo que tradicionalmente se llama metafísica, después de concebidas sus primeras intuiciones el hombre no ha conseguido el más mínimo progreso en su empeño de averiguar dónde está su origen y cuál es su destino.
Es decir, desde que en la noche de los tiempos el individuo empezó a adquirir una balbuciente conciencia de si mismo; desde que apareció en el horizonte el luminoso pensamiento clásico; y más tarde, desde que alumbró la Razón ilustrada hasta los más prestigiosos cerebros y centros de saber de nuestra portentosa actualidad... ni una tenue luz se ha desparramado sobre las cuestiones que desde siempre han desazonado al hombre: ¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde nos dirigimos?
Sin embargo, han sido y siguen siendo muchos los que se atreven a dar cumplida respuesta a esas cuestiones. En vano. Porque la audacia no basta para impedir que todo siga siendo tan posible e imposible a un mismo tiempo; como siempre fue.
Por consiguiente el ser humano, en esta materia, sigue en el conocimiento discursivo, en el desconocimiento absoluto empírico; sigue revoloteando en torno a la frágil conjetura convirtiéndola en hipótesis y viéndose en resumen impotente para abrir las puertas que dan paso al conocer, en vida, lo que a su fin, después de ella, ese destino le tiene reservado.
Y aún podría asegurarse sin temor a equivocarnos que el hombre, en esto, ha retrocedido. Pues en lugar de aproximarle a la solución del enigma, el progreso no sólo no le ha servido para nada; es que le aleja de ella un poco más. Pero se sigue resistiendo. No se resigna a tener que esperar al momento de su muerte para conocer cumplidamente la respuesta...
I
No obstante, hace menos de dos milenios una idea, una tesis, un mensaje, ingeniosamente administrados: los de un Cristo interpretado (después de fracasado en su propósito de adentrarse en el Oriente donde nació su fundador), consiguieron penetrar y arraigar en el solar de Europa. Y en Europa fue donde se fueron asentando las “verdades” acerca de las cuestiones trascendentes, y en la forma que habían ido siendo éstas “decididas” por unos cuantos seres humanos reunidos en asambleas conciliares.
Así es cómo se daba respuesta a la crónica inquietud. Y así fue también cómo fraguaron Evangelios con porciones de pensar ático. Nacía, lo que llamamos propiamente pensamiento occidental: una combinación de cristianismo y socratismo.
Desde entonces, en Occidente, todo gira en tomo al cristianismo, contra el cristianismo o al margen del cristianismo, pero siempre dentro del pensar cristiano.
Fue hacia el siglo III cuando la Iglesia de Roma terminó triunfando sobre otros modos de entender al fundador y defendió a capa, fuego y espada a lo largo de los siglos posteriores, un cierto modo de leer e interpretar los Testamentos. Más adelante, después de incontables luchas para hacer indiscutibles sus verdades, a comienzos del siglo XX, cuando los socialismos empezaron a irrumpir como propuesta alternativa de organización de las sociedades y de las naciones, la romana rectoría de conciencias proclamaba al mundo que el socialismo en general y el marxismo en particular eran los peores males, el diablo personificado, que la sociedad debe evitar. La Reforma Luterana y otras heterodoxias, que fueron dramáticos desvíos, comparadas con el nuevo desafío de los colectivismos quedaban atrás como meras travesuras del pensamiento ortodoxo.
II
Sin embargo, asoma en el horizonte el siglo XXI. Y aunque la Iglesia porfíe, el progreso de la Ciencia es un ariete más de la Razón universal. Y esta Razón universal dicta que es inaplazable conciliar los fines que persigue el socialismo real, político o científico, con los del cristianismo puesto en religión. Es urgente comprender que ni siquiera son incompatibles entre sí. Que no puede haber más socialismo que en una doctrina como la de Jesucristo. Pero en lugar de escuchar a los Padres de la Iglesia que así lo afirman, el Vaticano simplemente optó por escuchar a los que lo niegan.
Para empezar, es preciso reducir la religión y su ejercicio a un marco restringido, independiente del Estado y ajeno a la res pública. Porque la experiencia de la Historia nos revela que es grave inconveniente para el ser humano verse constantemente constreñido —y más a estas alturas de los tiempos— a transferir en su conciencia ideas y sentimientos que fluyen de su naturaleza extática, hacia la esfera del pensamiento dinámico de esa otra naturaleza suya que le magnetiza hacia la infinitud. (Es obvio: una cosa es el pensamiento y otra la acción. Por eso, alcanzada la madurez intelectiva y biológica, es preciso evitar que la acción se someta al pensamiento que no surgió libre, desde dentro).
Porque esta religión ha si concebida de tal modo, que parece pensada para que en cada mente quepa en ella también la sinrazón. Pues si es cierto, por ejemplo, que cada homilía del cristianismo purpurado ha venido exhortando siempre al mundo a la generosidad de los que más tienen, no lo es menos que jamás mostró turbación por el hecho visible de que su Iglesia no sólo hace ostentación de una suntuosidad ultrajante para los desheredados de la Tierra, sino que, en la práctica, ha estado siempre aliada con los opulentos y los más fuertes en cada momento de la Historia.
III
Por el contrario la filosofía y praxis colectivistas, gracias a la propia inspiración que les dio vida, introyectan en la sociedad la misma sed de justicia que la Iglesia dice proponerse despertar citando a Cristo. Pero esa sed la inoculan en su médula, a través de la oportuna pedagogía que haga comprender que no existe razón alguna para que el sistema no corrija, en lo posible y razonablemente, las desigualdades originarias entre los seres humanos; introduciendo los mecanismos organizativos necesarios para erradicar la miseria, como máxima ignominia en sociedades en un grado de desarrollo mental, material y en definitiva antropológico avanzado.
Por otra parte, si es cierto también que apóstoles y mártires del cristianismo han vivido y muerto denunciando inútilmente la injusticia contumaz que las sociedades cometen con el pobre, los socialismos, al no verse entorpecidos por las ideologías de las que el catolicismo se alimenta y patrocina, establecen las bases del urgente equilibrio entre la demografía galopante y la distribución de los decrecientes recursos naturales del planeta; separando, sí, a las religiones, del Estado, pero instituyendo como religión universal la preocupación por conseguir para el individuo y su sociedad un acomodo digno para "todos". Ni siquiera el método se contrapone al "Padre Nuestro" en alguna de sus preces...
Pues los Evangelios no enseñan al hombre métodos o artificios para resolver sus problemas materiales. Esto lo abandonan a su ingenio. En cambio, es seguro que en Cristo latiese el deseo de que el hombre no soporte más padecimientos que aquellos que la inteligencia humana no sea capaz de remediar... A fin de cuentas, de entre todos los recursos de defensa posibles y a diferencia de los restantes seres vivos, el raciocinio y el amplio ingenio son las armas más eficaces que la Naturaleza o el cielo pusieron a disposición del ser humano. Y a estos efectos es absolutamente indiferente que la dotación se diga que proviene de la una, del otro o de los dos.
En efecto. Cristo pudo venir al mundo a redimir al hombre de la soledad y del espanto; pudo venir a ayudarle a soportar las flaquezas de su carne y de su espíritu. Pero el problema que plantea al hombre su supervivencia material es algo que él "debe" resolver por sí mismo, asociativamente, mediante interacciones colectivas. Es decir, con la estrategia de que se sirven precisamente las especies animales que el hombre considera precisamente superiores: la que propugnan los colectivismos.
Por lo demás, Cristo clamaba contra el principal efecto y lacra de la irracionalidad: la prepotencia. Sin embargo, el empeño de la Iglesia de Roma en fosilizarla refuerza en la sociedad occidental su propensión a ella, haciendo inviable y casi insuperable cualquier tentativa de evitarla.
IV
Que Cristo hablase de ricos y pobres sólo puede significar que estaba señalando justamente el problema capital que los hombres debían apresurarse a resolver.
Por eso es un atentado contra la razón impedir que la inteligencia del hombre —como hemos señalado, el principal recurso de la especie— intente, del modo más radicalmente organizado, dar solución a los problemas que le plantea su subsistencia. Resulta un desatino, que la Iglesia proscriba "cualquier forma de colectivismo" promoviendo hacia el colectivismo una franca hostilidad; como lo es también forzar con ello a que una gran parte del género humano muera de hambre esperado una salvación que nunca llega, a través de la eventual y aleatoria generosidad de las minorías opulentas; opulentas, además, a costa en buena medida y mayor escarnio, de los que mueren.
El colectivismo, el socialismo científico, el cooperativismo, los socialismos... encierran en su núcleo conceptual el germen de la justicia distributiva que supera la desigualdad natural entre los hombres. No es una proclama ideológica, ni tampoco sectaria. Es un legítimo, perentorio, humanista y místico anhelo contra el que se hace incomprensible la obsesiva y frontal oposición vaticanista. .
Entonces, si no son razones "racionales", si no pueden ser tampoco razones evangélicas, habida cuenta que habitamos esferas en las que la cultura y el hipotéticamente congénito egoísmo del hombre alimentan el culto social a lujo, a la lujuria en su más amplio sentido ¿qué otra razón teológica, antropológica, moral, filosófica o social tiene la denodada lucha que la Iglesia de Roma libra sin tregua contra el colectivismo y sus formas? ¿qué explicación hay en esa contumacia doctrinal, en esas prédicas paranoicas en configurar un mundo en el que la pobreza universal no se remedie científica e institucionalmente, sino sólo e inútilmente a través del impulso generoso de los más favorecidos y autocomplacientes?...
¿Cuál es el secreto del obsesivo rechazo de la Iglesia hacia la "solución colectivista"? ¿Es que si del mundo desaparecen el hambre y la miseria, si desaparece el contraste, desaparece también el sentido de la vida para los pobres pero también para los ricos ?
¿Es que no es posible conjugar las enseñanzas de Jesucristo con las soluciones colectivistas para corregir las monstruosas desigualdades evitables que hay entre los hombres? ¿es que a los más fuertes, a los mejor dotados, hay que reconocerles y soportarles desde la propia religión el secuestro del derecho a apropiarse de más bienes en perjuicio del resto de los hombres? ¿cuál es la razón de que la Iglesia sólo patrocine sociedades en las que la desigualdad sea el eje, la meta, de la vida colectiva?
Que la Iglesia católica mantenga un enfrentamiento y resistencia obstinados a "las formas de colectivismo", incitando a los pueblos de la tierra a hacer la guerra y a mantener torpemente al mundo en una eterna disensión... sólo puede ser obra de la necedad y de la locura, por mucha que sea la solemnidad de que revista tamaña obstinación.
V
Es terrible, digámoslo ya, que precisamente la reverenda Iglesia cierre la puerta al establecimiento de fórmulas de organización humana concebidas justamente para hacer más justo el reparto entre los hombres de los cada día más escasos recursos de la tierra. Y lo es también, que desde los despachos pontificios se acalle la voz de los teólogos preocupados por la grave responsabilidad que tiene una religión que ha pretendido a lo largo de la historia ser faro para el mundo, de hacer posible conciliarmente el rescate de cada ser humano a la miseria. Pero una y otra vez a la luz, a la voluntad y a la razón se las sofoca con la sinrazón de la obediencia ciega...
Es inconcebible, al menos entre quienes no hemos puesto a precio nuestra conciencia, que cerebros que se dicen inspirados por el Espíritu Santo y se supone que con más entendimiento al servicio del hombre que los demás hombres, lleven tan lejos las exhortaciones de Cristo a la caridad y dicten la terrible sentencia de que en este mundo no hay otro modo digno de vivir si no es pereciendo en busca del ordinario sustento o saliendo airosos en la batalla que la inmensa mayoría debe librar en la jungla del sistema dominante.
Es seguro que los rectores venideros de las Iglesias cristianas se verán precisados a pedir algún día otro perdón. Sostener a todo trance el binomio ricos-pobres fiando exclusivamente el estrechamiento de las desigualdades sociales al escrúpulo y al remordimiento de unos pocos, es uno de los más graves dislates vaticanos de la Historia del presente. Y todo —se supone— para ajustarse a un modo pétreo y oscurantista de interpretar los Evangelios. Poco le importa que el mundo entero clame ya por otra cosa...
VI
Y aún es mayor el desatino, si se piensa que el pretexto de la condena del "colectivismos y sus formas" es no privar al hombre de las libertades... formales, de las libertades políticas. Cuando ya muy pocos son los que no se han dado cuenta de que las libertades, allá donde se dice han sido conquistadas, están fabricadas y manejadas por una serie de artificios de la propia sociedad: por la propaganda, por la palabrería, por la imagen, por los poderes instituidos y no instituidos, por los grupos de presión mediáticos y económicos, y por la concepción, interpretación y aplicación de las leyes estamentales al servicio de los privilegios de una clase. Y que esas libertades no son naturales: están comprimidas desde lejos por una moral de casi exclusivo y rancio diseño religioso, y limitadas, en fin, por un modo cicatero de entender tanto la justicia conmutativa como la distributiva. Y todo, en una gigantesca sesión de ilusionismo en la que sólo se divierten los que viven bien.
Todas esas constricciones convierten a la nuda libertad en un puñado de agua entre las manos. Y a cambio, se sacrifica la segura subsistencia y la dignidad de todos los seres desfavorecidos que pueblan la tierra; dignidad que consiste en el derecho a alimentarse, a poseer un techo, a desarrollar el entendimiento... aunque luego todo eso sea para la mayor gloria de ese Dios aborrecible que nos pinta el Vaticano...
No cabe imaginar una sociedad donde el individuo no deba someter su libertad al bien común. La cuestión está en saber si el individuo es capaz de limitársela a sí mismo (anarquismo) o es la comunidad quien debe proceder a su restricción. Y es entonces cuando surge la nueva "verdad revelada”: una cosa es rendirla para que todo el mundo coma (colectivismos y sus formas), y otra que esa sociedad simule que el individuo la tiene a manos llenas, para traficar unos cuantos con tan innoble ficción (capitalismo y neoliberalismo).
Son tristísimas las premisas de esa peculiar manera de entender el cristianismo: que haya que soportar la idea avalada por una dudosa sabiduría o por la Revelación, de que es necesario que existan pobres que podrán salvar su alma por la resignación o la plegaria, para que existan ricos que podrán salvar la suya a través de la caridad, y viceversa, sería trágico o grotesco... si no fuera irracional.
Toda religión y sus Iglesias respectivas cometerán una violación de lesa Humanidad mientras no alienten y propicien, primero una universal conciliación y luego el procedimiento que afronte seriamente la erradicación de la pobreza, aunque ese sistema no lleve a Dios en su bandera. Porque en todo caso a Dios se supone sólo se le lleva en el corazón y en la conciencia...
¿Hasta cuándo va a perseguir la ecuménica Iglesia concepciones sociopolíticas que sólo intentan canalizar la codicia y el instinto depredador del hombre hacia el provecho general, aunque para ello deban restringir la peligrosa libertad individual que el sistema de mercado también reprime?
VII
Acabemos de una vez. Entren en razón la Iglesia de Roma, los Pontífices, la Curia, los Concilios, los Sínodos, las demás Iglesias cristianas, las almas sometidas, los espíritus fuertes, los ignorantes de buena fe, los crédulos, los inteligentes despreocupados y los inteligentes cobardes; los poderosos, los prepotentes, los que se engañan a si mismos, los que, por comodidad o por astucia, se dejan engañar; los que creen, en fin, que pueden alcanzar la paz mientras en su entorno agoniza el género humano para que ellos puedan vivir en la abundancia; los que sueñan con ser verdaderamente libres poniendo a Dios como excusa o como causa de esa agonía permanente; los que están convencidos de que merecen más que nadie lo que tienen, y de que son acreedores por derecho divino a su fortuna y a su vida y a la vida y hasta la conciencia de los demás hombres... Luego les llegará el supremo instante de la muerte y será cuando comprueben por sí mismos que Dios era otra cosa...
Termina el segundo milenio de la Era de Cristo. Y vendrán los albores del tercero. Celebrémoslo. No sabemos lo que el Destino nos tiene reservado. Tengamos confianza...
Pero las Iglesias reformadas, mediante su prudente protagonismo, y la católica Iglesia, con su inmensa potestad, tienen la clave del porvenir. Resolvamos entre tanto los derechos irrenunciables de cada ser humano; que no queden vestigios de infrahumanidad ni de barbarie. Luego, apresurémonos a rodearnos de libertades formales y de otras ilusiones. Y por fin, cultivemos nuestro jardín y adoremos a Dios si creemos en El y démosle gracias, cada día, a cada instante, pero luego, por habernos permitido conseguirlo...
En definitiva, creo llegado el momento del consenso: le insto a que proponga a la Iglesia de la que su Eminentísima es máximo Prefecto, que abogue de una vez por el modelo social y político que se obligue a asegurar a cada individuo una existencia exenta de miseria. Y luego, a partir de ahí, y puesto que tan grande es la predilección por la ilusoria libertad tanto por parte de esa Institución como por la del occidental acomodado, ¡se abran de en par en par las puertas a la libre concurrencia!...
Marzo 1986
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