16 enero 2006

El último peldaño

Aunque considero a la anarquía el marco perfecto para la so­ciedad perfecta, olvidémosla; ni siquiera es utopía, es fantasía. En cambio considero ingenuamente realizable la socialización total y real del mundo. Creo que la solución a los problemas globalizados y enquistados en el planeta sólo podrán llegar un día, que nosotros no veremos, a través de un marxismo revi­sado universal*. Ahora no es la burguesía la enemiga, como lo era para el proletariado en el siglo XIX, sino sencillamente los voraces afanadores de dinero. Por eso, como se suele decir, no me duelen prendas traer de nuevo a colación el asunto re­currente "democracia-econo­mía". Sobre todo teniendo en cuenta que en la mayor parte de los países de Occidente fun­cionan democracias falsea­das en las que en la práctica el pue­blo no gobierna, ni dire­cta ni delegadamente. La propia poten­cia campeona del modelo, donde las clases adineradas -la plutocracia- go­biernan por aplastamiento, desprecio e injusticia sobre mi­llones de ciudadanos de etnias que no son la domi­nante, es el primer país donde la democracia es una verdad a medias o una gran mentira y veja a una buena parte de la ciu­dada­nía que no es wasp (blanco, anglosajón, protestante). En úl­timo término y en lo que de ella pueda haber realmente, di­ríase que, al igual que hay dos Españas, existen dos Esta­dos Unidos: el democrá­tico y el otro; una administración domina­dora y privatizante, y un Estado domeñado por ella.

Si partimos de que los patricios en la Roma Senatorial y los varones mayores de 30 años en la antigua Atenas -am­bas re­públicas democráticas- tenían plenos derechos que negaban a los esclavos (res nulius) en Roma y a los ilotas en Grecia (además de carecer de ellos las mujeres), no son aquéllas el modelo de democracia ideal en estos tiempos. Pero tampoco lo parece ya el sistema minu­ciosamente organizado por Mon­tesquieu que las perfec­ciona superando consideraciones de­mográficas. Pudo ser válida, como lo fue la monarquía, pero no ya desde que irrumpió con su fuerza demoledora primero el cuarto poder -la prensa-, y luego el quinto -el mediático más allá de la prensa- fundido y confundido con el financiero y el político. Dos poderes éstos, prensa y medios por extensión, que desequilibran escandalosamente la balanza de la clásica di­visión entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial que ideó el barón de Montesquieu, padre del Estado moderno. Esta es la ciénaga en que se enfanga Occidente. El pueblo llano es quien sigue sufragando el ancho bienestar, la seguridad económica y los abusos de los grupos dominantes bajo la carpa del circo democrático. Pudimos comprobarlo nítida­mente en un mo­mento crucial en este país. Crucial no por­que corriese peligro, sino por el allanamiento que un go­bierno hizo del sentir del pueblo al meterle en una guerra in­deseada e indeseable contra el clamor de la inmensa mayo­ría... Allí se vio lo poco que re­presentaba el pueblo en el concierto general.

Montesquieu, mediatizado por teologías y la teoría eco­nómica de la época (la fisiocracia), y porque todos estamos atrapados intelectivamente en el tiempo que vivimos, era aristócrata. Bastante hizo con remontarse por encima de su privilegiada condición reforzando el poder burgués. Por eso no es culpable de haber relegado en su estudio político las soluciones vitales o existenciales que requiere el individuo a un segundo plano. Eso lo tuvo que hacer Marx, y de sos­layo. Pero ahora, en pleno siglo XXI, está probado que la democracia -la auténtica- es una meta que está en el último peldaño de la escala que conduce al Estado "perfecto", el mejor de los posibles; no en el primero, como arteramente sostienen sus dueños.

Porque esto es racionalidad pura y humanismo irrenuncia­ble: el primer reto que tiene toda sociedad es asegurar a cada individuo el alimento y la salud; lo segundo, asegurar el nido que le permita formar una familia; y lo tercero, que nadie sea agraviado por privilegios de terceros; privilegios que siempre se asegura la sociedad burguesa por vía here­ditaria o institucional y si no por la fuerza bruta.

Cuando aquellas tres condiciones primordiales se han cum­plido, es entonces cuando podremos dar la bienvenida a la li­bre concurrencia, a la libre competencia, al libre mer­cado (en lo superfluo) y... a la democracia. Pero invertir los términos, es decir, instalar primero la democracia abando­nando al ciuda­dano a las veleidades del mercado, a la filan­tropía o a la cari­dad para obtener lo indispensable, debilita a la comunidad humana y provoca en ella una grave fobia so­cial que al final emerge en la vida ordinaria aun entre los fa­vorecidos. Una fo­bia social que la sociedad neutraliza de dos modos: directa­mente el Estado por medios represivos que van desde la per­secución a la carga policial, o el indivi­duo mismo que ha de re­currir a soluciones artificiales: medi­camentosas y drogodepen­dencias que le permitan sopor­tarla...

A bombo y platillo la democracia liberal nos vende que hay mecanismos institucionales pensados para protegerse los individuos entre sí y frente a los abusos del Estado y de las Administraciones. Desde luego el Estado propiamente dicho no es ya el principal enemigo del ciudadano. Al poder de­moledor del dictador de diseño le han re­emplazado el poder de las grandes empresas, el poder me­diático, el poder fi­nanciero y el poder de las mismas institu­ciones garantes de su libertad que a menudo son juez y parte. Son juez y parte, porque es frecuente que el individuo deba hacer frente, a solas, a abogados de los que no se fía, a jueces, tribunales, forenses y policías de los que tampoco se fía, entre cuyas redes se encuentra inmovilizado y traji­nado sin remisión. De poco sirven luego los Tribunales Su­periores que, después de envolverle a menudo en mil trapisondas legales, acaban dando también la razón al inquisidor que forma parte de la "clase" de los miembros del alto tribunal..

Además de los antes señalados, ante el montaje, la cons­piración, la trampa y la mentira confabulada entre los pro­pios miembros de las instituciones -salvo las eternas excep­ciones casi siempre heróicas-, el individuo, sobre todo el que carece de protección especial por su relevancia, su es­tatuto personal o social sigue inerme, como en la dictadura, frente a la prepotencia de emporios empresariales, de lob­bys y sus asechanzas. Sólo podrá contar con un cierto res­paldo cuando el problema concreto que se le presenta al in­dividuo concreto es, o se puede convertir en él, el problema de un colectivo sensibilizado para resolverlo. Pero ha de ser de estereotipo, ha de responder a una rei­vindicación "de actualidad" y preferentemente televisivo.

La tiranía, mejor dicho, las diversas tiranías que existen emboscadas en la democracia liberal no siempre son visi­bles. Parece que no existiesen. En esto consiste la habilidad del sistema; en el truco y en la ilusión de que la Constitución y las leyes, las instituciones, las asociaciones, los medios y la información se encargan de parar los pies a toda clase de abusos y salvan de ellos al incauto. Nos dirán que hay ex­cepciones que comprometen al modelo, pero son eso, ex­cepciones. Es al revés. Las excepciones positivas son las menos. El individuo insumiso frente a policías arbitrarias, frente a empresarios caciquiles, frente a la mercadotecnia, frente a jueces ideologizados, frente a forenses, funciona­rios, concejales... deseando ser comprados, nada tiene que hacer por mucha presunción de garantías que se aleguen.

No soy yo quien debe demostrar lo que sostengo. Son la democracia y sus perros guardianes quienes nos tienen que transmitir una confianza en ella que pocos de entre los no "protegidos" por posición social, económica o institucional tenemos. Si tuviera que hacer una relación de excepciones a la justicia en todos los órdenes que reina en este país y en el imperio desde donde se dan lecciones democráticas, po­dríamos embadurnar miles de páginas con sus correspon­diente millones de detalles.

Así es que, como es tanto o más grave que perder la li­ber­tad sentirla persistente y gravemente amenazada, la de­mo­cracia liberal moderna, salvo que vivamos en estado li­sérgico por las adormideras habituales, puede ser más opresora que un sistema totalitario que, a cambio de perder libertades for­males en el fondo irrelevantes, al menos garan­tiza a “todos” un pa­sar. Y eso, la sensación de vivir con una liber­tad preca­ria, es lo que se siente principal­mente en esta Es­paña que parece pasarse la historia en pie de guerra. Y no sólo en ella, también en el imperio domi­nado por un moni­podio con el auxilio de sus mandos milita­res y los me­dios más poten­tes que se han unido a ellos. Todo depende de dónde situemos el punto de mire, de cómo establezca­mos prioridades y de quien seamos cada uno al responder­nos.

En suma, una vez alcanzado el racional equiparamiento, dentro de las desigualdades naturales inevitables entre los ciudadanos de la república, ábranse las puertas a la libre concurrencia y al gobierno directo del pueblo. Dése paso a la democracia en fin. Pero empezar a construir la casa por el tejado, empezar la organización de la sociedad institu­yendo la democracia en el aire, o es una ilusión o es una falsía o es una manipulación prestidigitadora que no se sos­tiene ya en el milenio presente. Sobre todo si se tiene en cuenta que quienes soportan la simulación de que un tercio del globo vive bajo democracias justas y eficaces como "el menos malo de los sistemas", son los otros dos tercios de la humanidad desheredada y explotada por el tercio. Es esta visión totalizadora, pero no globalizadora en sentido mer­cantil, la que debe tener el mundo que domina para que aceptemos a los dirigentes como dignos de una especie humana inteligente que hace honor a la racionalidad de la que presumen.

* (Revisado, porque empezamos por que uno de los pila­res marxistas: "la politica es una mera superestructura cam­biante de lo económico" habría que invertirlo hoy día o al menos entenderlo en términos de marcada interactuación. Revisado, porque Marx sólo veía posible el comunismo en la sociedad avanzada postindustrial: ahora. Una paradoja, pues habría que dar por bueno el camino re­corrido).

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