18 enero 2006

Leer y competir


Confieso que hace mucho, salvo alguna excepción que ahora no re­cuerdo, no leo libros de mis contemporáneos. Sólo leo libros que, consagrados por el tiempo, me garantizan el interés y mi atención, y entre cuyas ideas mi intelecto se abre de par en par permeabilizándose pero asegurándose al propio tiempo la distensión neuronal.

En el día a día, también leo artículos de articulistas muy seleccionados. Y a pesar de todo, incluso alguno de ellos, siendo brillante (y al decir brillante quiero decir que no mira de reojo a nadie ni a nada), a veces me siento incómodo por la manía de hacer referencias a nombres estadounidenses. Como si en Estados Unidos estuviera la sabiduría. Cuando la impre­sión de los que poseemos pensamiento "clásico" es que allí bullen, no reposan, las ideas; que allí nada sedi­menta y por eso saben mal qué es reflexionar; típico, por otra parte, de las sociedades adolescentes. Me he trope­zado más de una vez con verdaderos dislates (vistos a la luz del pensamiento ático) de ensayistas norteamericanos que pasan por notables, expresados con tal desparpajo y rotundidad efectista que han impactado, como digo, hasta en el espíritu de algún articulista habi­tualmente lúcido que no ha reprimido la tentación de hacer la cita sin pensar a fondo lo que reproducía.

Pero en general, cuando empiezo a leer un artículo no es infre­cuente que me asalte la aprensión de si valdrá la pena. Esto nos ocurre a quienes hacemos "lectura vertical", como la llama Ortega. Por eso es tan importante saber en Internet quién es el autor, no ya sólo del post sino también del co­mentario. Esta es mi lucha. Es excesiva la barahúnda de opiniones y cruce de ocurrencias como para no ayudarnos unos a otros a seleccionar y a facilitarnos la comunicación sobre la marcha evitando el anónimo puro.

Veamos. Por ejemplo yo, si fuera un lector corriente, nunca volvería a leer un artículo mío sabiendo que era yo el autor. Están demasiado lejos mis ideas habituales de otros de mis planteamientos, los ultrasubjetivos, los solipsistas, los super­egoístas que también tengo, como todo mortal re­vestido de una doble naturaleza, que no de doble personali­dad: discri­minemos. Pues ya se sabe; son tan inconsisten­tes la bondad, el desprendimiento, la generosidad y la con­ciencia social; están la cordura y la lucidez tan prendidas con alfileres, que basta un leve empujón, una migraña, una traición, un engaño o un desengaño para convertir a un án­gel de la humanidad en una fiera ebria de egoísmo y des­amor que se lanza a la calle o al teclado a rugir y disparatar. En este sentido digo, como Groucho Marx, que si me pu­siera a escribir como piensa mi otro ego, nunca pertenecería a un círculo intelec­tual que admitiera a miembros como yo...

Y es, porque comparto plenamente la teoría del escritor peruano Enrique Prochazca al que se refiere el blog de otro escritor peruano, Eduardo Faverón. Dice Prochazca "Tengo la teoría de que uno tiene éxito porque se agita como un loco, o logra que los demás se agiten como un loco por uno, o bien los demás le obligan a uno a agitarse como loco".

Por esto he de resaltar que a mí sólo me ha interesado siempre la armonía: mi pasión. No el éxito, ni la fama. Y no sólo no deseé nunca el éxito ni la fama, siem­pre por lo de­más tan dudosos y resistentes a la métrica, sino que me ha horrorizado pensar que hubiera de te­nerlos. Tendría que haberme escondido bajo tierra o emigrar. Así es que esté tranquilo todo el que imagine en mí a un com­petidor. Lo juro, prefiero mil veces tropezar con una idea original o va­liente ajena, a dármelas de inteligente.

He abandonado la locura, la agita­ción y el éxito a los que se re­fiere Prochazca a todo el que quiera enajenarse con esas otras drogas. Jamás encontrará a alguien que como yo tenga menos interés en disputárselos. Lo que sí puedo hacer por él es señalarle una caterva de es­cribidores, de lo­cutores y de políticos que le ayudarán a conseguir los dos primeros. Y en cuanto al éxito, sepa que ya no basta con ser genial o extra­vagante. Por encima de todo tendrá que aprender a insultar y a despre­ciar a otros, preferentemente a gritos en el Con­greso, en te­levisión o en "bastas ya", y desde luego sin olvi­darse de mostrarse satisfecho aquí con "el sistema", con el perio­dismo al uso y, cómo no, con la monarquía.

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