02 diciembre 2005

La soledad


En tiempos en que se comparte muy poco y se converge en mucho, aunque sólo sea en torno a un par de ideas polí­ticas y a un sentido estético demasiado uniforme, es mara­villosa la soledad deseada y no impuesta.

La soledad es un sentimiento de estar uno con y para sí, de pensar y sentir uno para sí compartiendo la alegría y el sufri­miento de “el otro” que da señales de ellos, aunque no le co­noz­camos. La soledad intelectual o intelectiva antes podía ser dramática y hasta dolo­rosa. Suponía el aisla­miento carcela­rio poco menos que en una celda de castigo. Había que emigrar o hacer esporádicos viajes a tierras donde nuestras ideas fueran comprendidas más fácil y natu­ralmente, aun­que no fueran compartidas. Que se compartan a veces las ideas o no, es lo de menos. Sobre todo cuando la vida, la experiencia y los tornasolados que ofrece la sole­dad como la luz del día a lo largo de él, nos están cam­biando sin que­rerlo de perspec­tiva y de asentamiento; lo que nos lleva a cambiar o pulir mu­cho, quizá radicalmente, una idea que, fruto de la evo­lución, acabamos considerando “superada”... A fin de cuentas, a medida que avanzamos en la edad, a medida que vamos su­biendo la montaña hacia las estrellas, vamos también aleján­donos tanto de la realidad común que termi­namos viéndonos y a todos nuestros con­géneres no dife­rentes al resto de los seres vivos, como hormi­gas o como amebas. No me extraña que Teófilo Gau­tier in­tuyera lo que ahora acabo de decir. Es­cribe en Made­moiselle de Mapuin:

“La creación se burla despiadadamente de la criatura y le dirige sin cesar sangrientos sarcasmos. Una simple paja cae sobre una hormiga y le rompe la segunda articulación de su segunda pata; una roca se abate sobre una aldea y la aplasta; no creo que una de estas dos desgracias arranque más lágrimas que la otra, a los ojos dorados de las estrellas".

En fin, que la diversidad en todo es apetecible. Y hoy día está en juego en infinidad de co­sas. La transformación, a peor, de la Naturaleza y de todo lo que está bajo su amparo, nos hace re­sentirnos especialmente de la pérdida de la va­rie­dad. No sé cuán­tos centenares de miles de especies se pier­den en un año... Por eso no me inquieta la discrepan­cia res­pecto a mis ideas. No sólo no me preocupa, si no que la ce­lebro a con­dición de que las ideas que refutan las mías sal­gan del espí­ritu del contradictor y no sean presta­das. A veces me digo que si todo el mundo pensara como yo, quién sabe si yo no me esforzaría en pensar como la masa.

Pero la soledad total, el vacío total, la oscuridad total de nuestro discernimiento con nosotros mismos se ha aca­bado. Desde que gracias al milagro de Internet se abren cauces de mínimo entendimiento con otros que viven tan solos como nosotros a cientos o miles de kilómetros de dis­tancia, la sole­dad buscada, no forzada, es impagable.

En cambio es insufrible la soledad de dos en compañía o la que se siente en medio del bullicio y del graznido cuando nos negamos a graznar.

Cuando nos asomamos al balcón de la soledad y vemos que se parece tanto al vacío de la muerte, que es la viva ima­gen de la que sufren, cada día más, los mayores y los que padecen de infortunio y de dolor, físico o moral; ésa que causa el cuchillo del desprecio, sentimos tal estremeci­miento que nos refugiamos enseguida en la caja tonta, en las ondas, en la iglesia, en la droga, en el alcohol o en el trabajo inútil. Pero entonces no encontra­mos compañía, sino tosco aturdi­miento. Y cuando nos damos cuenta o vol­vemos a la soledad que rehui­mos, quizá se hace todavía más triste. Por eso culti­vémosla. Hoy, siendo tan frecuente, es mucho más fácil hacer de la soledad algo creativo y provechoso. Para uno mismo o una misma, pero quién sabe si también para alguien más.

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