28 diciembre 2005

Democracia y vulgaridad

Sería lamentable que con la llegada de las democracias irrumpiera también y por encima de todo la vulgaridad; que reinara lo más innoble del demos y no lo más excelso, des­pués de maldecir los rasgos execrables de dictaduras y to­talitarismos.

Porque una cosa es el derecho a la igualdad social y otra la constricción a la vulgaridad del café para todos presen­tada como consecuencia de la igualdad deseable. Aceptar sumisamente como dogma de fe que lo querido por la ma­yoría es lo mejor y más apetecible anula, o al menos enerva, precisamente la igualdad en lo sustancial a la que debe tenderse: la dignidad paritaria de todos los ciudadanos y ciudadanas, los derechos y realidad económicos equipa­rables, y sobre todo el igual trato que todos deben recibir de la ley "democrática", hasta ahora implacable con el débil y condescendiente con el poderoso.

La democracia no está para eso, para compartir vulgari­dad. La democracia no es para que las mayoría (salvo en los parlamentos, aunque también aquí la institución de la mayoría absoluta es una lacra) impongan sus preferencias que al final ni siquiera son "suyas" pues están inducidas por el mercado de todo: de la moda, del gusto, de la estética, y hasta de la ética y de las ideas. La diversidad casi infinita que existe en la Naturaleza, parece obligarnos a respetar y aun a reforzar la conveniencia de la variedad en la sociedad humana, cerrando filas y unificando sólo la igualdad entre todos para evitar la desigualdad lacerante de los recursos básicos entre personas y entre países.

Precisamente, si algún atractivo tiene la democracia liberal que aquí nos cuestionamos cada día, sería éste, el de aco­gernos al pluralismo. Mientras tengamos que soportarla, pues, no se nos prive de lo único que merece la pena en ella que es la exigua compensación que hay en el derecho a la diferencia, a lo tangencial, a la pluralidad de opciones y hasta a la excentricidad al alcance de todos. Esta sería la verdadera y única ventaja frente a los totalitarismos de Es­tado por los que apuesto (visto el imposible gobierno de los aristócratas del espíritu y los sabios, mi gobierno ideal) por­que, al precio irrelevante del uniformismo, aseguran un pa­sar vital a todos los ciudadanos ...

Son los medios, los institutos de opinión que éstos mane­jan, los periódicos, las radios, los canales de televisión -todo o casi todo organizado entre ellos- los directores de la “or­questa democrática". Los ciudadanos prácticamente care­cen de opinión propia. Ellos se la modelan. Ellos son quie­nes les dicen cuál es la opinión pública, cuáles las preferen­cias y los gustos de los ciudadanos supuestamente capta­das en encuestas y sondeos. Todo, aunque no podamos probarlo, falseándolo. Todo, preparado para lo contrario, es decir para señalarnos qué debemos elegir; lo que "debe­mos" consumir, en productos, y lo que "debemos" pensar, en ideas. Ellos, los medios en simbiosis con la publicidad, trazan el sentido global de la vida cotidiana -apeada de su influjo la religión católica- y nos indican el camino que de­bemos seguir... Así es que no "es la pasión por la igualdad (como dice la profesora de filosofía María José Villaverde) que reduce al mismo rasero a todos los individuos, que des­cabeza a lo que sobresale, lo que destaca, lo excéntrico y lo diferente, que la mayoría de los ciudadanos no tolera", sino la pasión por la vulgaridad o la estandarización inoculada por la publicidad, por la propaganda y por los medios lo que hace que los ciudadanos prefieran, toleren, gusten, menos­precien, desprecien o rehúyan cosas, simpatías, afectos, tendencias y determinaciones.

Las ideas y los gustos no pertenecen propiamente a los ciudadanos. Sondeando sus tendencias, que no es lo mismo que sus ideas y gustos, queda modelada la talla fi­nal. Pero ni los medios, ni la publicidad ni la propaganda pretenden orientar esas inclinaciones hacia la estabilidad nerviosa, hacia el bienestar íntimo y compartido, hacia emo­ciones nobles y gratificantes, sino todo lo contrario. En úl­timo o en primer término, lo organizan todo para obtener beneficio societario de la confusión y del encontronazo entre las sensaciones y los sentimientos cada vez más desvaí­dos... Los medios, la propaganda y la publicidad "confían" (o les trae sin cuidado) en que las correcciones a los excesos a que unos y otros incitan las hagan los educadores que ya están a su vez "educados" en el "no se puede hacer nada", "la vida es así...", en la resignación de las cosas como son y no en como "deberían" ser. También, en que las aborden religiones también contaminadas por excesos propios de otra clase. El Mercado carece de toda consideración hacia el consumidor. Sólo sabe de "Caja" y de poder.

No son los padres y madres; tampoco los profesores de universidad, de instituto o de colegio los que crean o dise­ñan el mapa de gustos, de modas y de preferencias. Si lo que unos y otros "recomiendan" no concuerdan con las in­citaciones de los mercados, no prosperarán más que en ca­sos puntuales de chicos y chicas perspicaces. No hay más que ver cuál es el argumento del vendedor de turno: "esto es lo que más se vende", dice escuetamente como una má­quina porque no es preciso decir más. No dice siquiera: "se vende porque es bueno". No, dice "es bueno... porque se vende". La selección no se produce por el gusto personal de cada cual, sino por la mayor insistencia en la oferta del pro­ducto y por las modas puestas en marcha por astutos gene­radores formados en las universidades del conductismo.

Pero las ideas políticas no están menos sujetas a la misma argucia. El que el Estatut o la LOE sean más o me­nos viables y aceptables depende de que se hagan oír más o menos los medios que difunden su manera de entender el uno y la otra. En todo caso, el resultado final de las opinio­nes saldrá del combate que libren entre los periodistas de una y otra tendencia, más que del debate en las Cámaras. Los políticos consultan antes con lo que dice Pedro o José. Los ciudadanos se limitan a ver y a oír. Ahí se acaba su protagonismo en la democracia. Eligen a políticos para que les representen periodistas que no han elegido, que a su vez apoyarán a políticos que a lo mejor tampoco los ciuda­danos han elegido.

De modo que quien está en las agencias publicitarias o tiene un micrófono o una cadena de cuanto más alcance mejor, tiene el dominio de las ideas y de las preferencias. La democracia liberal no es más que eso. Un foro donde los políticos, como los ciudadanos son un juguete de la publici­dad, de la propaganda y de los medios. Estos son los ver­daderos amos de la opinión en el tráfico de la opinión.

Que esto pueda tener o no solución es cuestión aparte. Pero me temo que no la tiene mientras se mantenga el dogma de que la democracia liberal es "el menos malo de los sistemas posibles, porque sólo en ella existe libertad". Otra capciosidad: la libertad la tiene sólo quien tiene fortuna, quien es autosuficiente, quien puede cambiar alegremente de residencia. Y además, los medios que se explayan a gusto y prácticamente sin freno. Véase el fenómeno de las emisoras eclesiásticas... Pero quien va dando tumbos de una colocación a otra, que es la mayoría ciudadana, no tiene libertad: está en manos de la superestructura econó­mica, de los lobbys, de los empresarios y empresas, de la publicidad y de la propaganda, y sobre todo en manos de... los medios.

Tocqueville perfiló la democracia tal como la entendemos en su obra La democracia en América. Pero no pudo llegar a intuir hasta dónde llegaría la fuerza de los medios, de la publicidad y de la propaganda porque todavía no existía la televisión y la radio, y desconocía su fuerza y la que poco después alcanzaría el periódico en el siglo XIX. Y este de­safío es el que la democracia moderna tiene ante sí, para remediarlo, para apuntalarlo o para destruir este perverso sistema que hace sociedades en las que existe la desigual­dad en cantidad y calidad suficiente como para detestarlas.

Ya sabemos que los ricos y acomodados no están dis­puestos a ceder ni un milímetro de lo conquistado o de lo retenido durante siglos. Y además ahora, han atraído como refuerzo a su causa, a los medios. Entre ambos dominan en el sistema que defienden con uñas y dientes haciéndonos creer que éste es el mejor de los mundos posibles y que todo puede mejorarse manteniendo la misma estructura. Ellos, los medios, la publicidad y sus agencias son Pan­gloss, nosotros Cándido...

Vuelvo al principio: sea como fuere, igualdad no es vulga­ridad. Y además, la igualdad deseable por todos no deberá ser nunca por abajo sino por arriba, por la distinción y hasta, si me apura, por el refinamiento en cada opción. No demos argumentos a los poderosos y a los bien educados en las formas. Igualémonos a los antiguos aristócratas, al menos en su apariencia. Evitemos uniformizarnos en la zafiedad y en la vulgaridad que lo arrollan todo, que embrutecen y nos ponen más fácilmente en manos de los que nos entontecen para convertirnos en objetos de su consumo antes de habernos diseñado como simples sujetos de consumo.


No hay comentarios: