30 diciembre 2005

Carta a Fausto


CARTA A FAUSTO

Querido Fausto*:

Recordarás, que hace unos años escribí un breviario cuya lectura, al menos en alguno de sus aspectos, te indignó. Y te indignó seguro estoy porque en el fondo quizá esperabas encontrar en él un pensamiento más comprometido con las divisas pétreas que tú tanto respetas o, lo que es lo mismo, un pensamiento menos impresionado por lo que ha sido se­llado o glorificado por una Institución, una Academia...

Aquel esfuerzo para el alma, que supuso para mí Un có­digo para no ser infeliz, respira, en efecto un individualismo arre­batado. Y así lo pone de relieve en su introducción el mora­lista López Aranguren; aunque él lo haga, faltaba más, en el tono de reproche propio de la dimensión intelectiva que yo precisamente cuestiono. Por eso no me afectó gran cosa su fina displicencia.

Aun así, juzga tú por ti mismo después de haber leído con un poco de atención el juicio crítico que, sobre tantas cosas, se contiene en este libro.

Para empezar, es preciso tener presente que el individua­lismo que impregna aquel breviario no pertenece a esa clase de individualismos que vienen del egoísmo ciego. Tampoco tiene su origen en una aversión instintiva hacia la sociedad. Y no es fruto del resentimiento...

Es, sencillamente, la destilación de lo escrutado a lo largo de mi vida por ese tercer ojo que dicen todos poseemos. Por eso mismo, se trata de un individualismo que no sólo no la enturbia sino que arroja aún más luz sobre mi conciencia social. Conciencia social, entendida a su vez como concien­cia de el otro, y también como conciencia de hasta qué punto podemos permitimos el lujo simplemente de pen­sar porque tenemos ya resuelto el subsistir quienes estamos primados por la diosa Fortuna²; y, por consiguiente, enten­dida como dinámica de solidaridad activa frente al abuso, frente a la injusticia, frente a toda clase de opresión sobre el ser humano y aun sobre la bestia.

Es individualismo encendido, en fin, como máxima expre­sión del verse uno en todos y cada uno de los seres huma­nos que pueblan el mundo y condolerse de su infortunio.

Pues bien, así entendido, no me negarás que este indivi­dualismo no es fruto, perdóname la petulancia, de un ideal de cultura.

Está fraguado en una calculada resistencia frente a los re­sortes -tú los llamarías valores- introducidos en la socie­dad por la propia historia del hombre; resortes, más bien señue­los, que tarde o temprano acaban por angustiarnos y arro­llamos después de habernos ilusionado y hasta puede que después de haber contribuído a ocasionales encumbra­mientos.

También nace como reacción frente al debilitamiento de unas sociedades como las nuestras que, aun cuando cada día muestran más su capacidad para universalizar las mer­caderías, no me dirás que no es a costa de aplastarnos con sus obsesiones economicistas y de vernos manejados siempre por los mismos guardianes de la ortodoxia. Unas sociedades, por su parte, que por diferentes causas y prin­cipalmente por sus gigantescas proporciones están intrínse­camente incapacitadas para alcanzar la ideal forma que ad­quirió la ciudad-estado griega, en la que el ciudadano se encuentra en perentoria armonía consigo mismo, con unos mitos que asume como tales y con el tejido social que le da acogida.

Digámoslo ya. Se trata, en suma, de un individualismo que instiga, sí, al individuo a su reafirmación personal hasta lle­gar, si es preciso, a la rebelión; pero no a la rebelión frente a la sociedad, que le aniquilaría, sino frente al interés sote­rrado y demoledor de la especie humana por ir sucedién­dose a sí misma. Pues la especie no tiene otras miras que su propia supervivencia. Y para lograrla, confía a las institu­ciones que fue entronizando poco a poco en la sociedad que organizó, la imponente pero a la vez insidiosa misión de asegurarla.

De lo anterior resulta, que importa más la Justicia que el reo, la Medicina que el enfermo, el Ejército que el soldado, la Curia que las almas, la sociedad que los accionistas, la Empresa que el empleado, el Leviathan que el pordiosero...

Y si, me digo muchas veces, al menos todo el mundo tu­viese asegurada, como el enjambre la tiene en la colmena, una existencia sin zozobras...

Te rogaría, sin embargo, que no me desafíes a que te hable de mi propuesta de solución alternativa; porque antes de empezar yo mi teoría ya estarías diciendo que era una quimera... como si el mundo no hubiera llegado a donde está, a pesar de su miseria, gracias a toda suerte de uto­pías. Pero por ahora, lo que me preocupa es el individuo atrapado en mi generación; y en él, en el momento de su in­timidad y una vez que ha adquirido plena conciencia de sí mismo, es en quien pienso y en quien pensaba sobre todo al escribir aquel breviario.

Por otro lado, lo sospecho, creíste que aquellas conclusio­nes mías presentadas en el Código en forma de senten­cias eran recetas dirigidas al lector. Si hubieras leído hasta el fi­nal, sabrías que aquel ínfimo librito no tenía tanto el pro­pó­sito de ordenar el pensamiento ajeno como el de yo re­conci­liarme con el mío.

Aun así, se comprende que no es fácil aceptar que alguien que da a luz su ética o su estética, no pretenda adoctrinar a los demás. Pues te aseguro que no fue esa mi intención. Y si imprimir es de por sí, por legítimo que sea, un acto pre­tencioso, editar el Código fue un efecto de la decisión, no su causa principal. Lo esencial fue, como lo es ahora la publi­cación de este otro libro, dar horma a mi pensar.

Pero, en el negado supuesto de que aquel libro hubiese sido un pretexto costoso para mí al fin y al cabo para ser­monear a los demás, me refiero a lo que al parecer hizo sublevarte: ¿te siguen pareciendo todavía contradictorias, incompatibles, excluyentes, las exhortaciones contenidas en las máximas III y IV relativas al creer y al no creer en Dios alternativamente?...

Mas ¿es que acaso piensas realmente que haya en el mundo ser humano que, de pecho para adentro y a no ser por una comodidad fuera de toda consideración, pueda creer en un Dios concreto, providente, antropomorfo y tras­cendente sin desmayo ni sospechas?

Por eso, como creer y no creer no son estados pu­ros y permanentes de conciencia, esas dos máximas intentan evitar el desasosiego que pueda acompañar a nuestras du­das, por un lado, y la presión insoportable que pueda deri­varse del empeño en creer sin convicción. Quién sabe si la treta de asumir con alegría amas no consolará a quienes, quizá por el paso de los años y el ataque de sucesivos des­encantos, sufren desolación y extravío.

Entonces, como no es fácil evitar ver tras la fe teologal una sugestión o una conveniencia en comprar comodidad men­tal a bajo precio, la cuestión no está en creer o en no creer sino en vivir con confianza, que no es lo mismo que vivir con fe. Y está la confianza, en el no permitir, aunque a veces sea preciso tensar duramente la conciencia, que nuestra cultura exasperante nos haga ver ruina, adversidad y des­gracia en lo que seguramente no son más que hechos natu­rales o una simple peripecia. Y por eso mismo es preciso sustraerse en lo posible a la pérdida de la mismidad a que la religión y la filosofía del progreso nos conducen. Sustraerse al adormecimiento colectivo, para iluminar con nuestra pro­pia luz cada uno de los momentos de la vida con el máximo entusiasmo, y para no temblar, en fin, por no tener siempre a mano una certeza.

Y como, analizando la Historia, he observado que ni las instituciones ni la religión ni la misma Ciencia han hecho casi nunca justicia a la verdad, yo hace tiempo que decidí tomarme el discernimiento por mi cuenta...

Pero vosotros, los que os ufanáis de ser creyentes, no po­déis empezar el día con la duda; es decir, no podéis despe­rezaros si no tenéis por verdad incuestionable lo que no pa­san de hipótesis. Por eso preferís en cualquier caso al Dios que diseñaron los Concilios antes que admitir a un Dios aleatorio. Y me parece muy bien. Cada cual tiene derecho a su verdad... a condición de que también a solas le funcione; si no, es un impostor.

Claro que lo que ocurre luego es que, aun hablando con la sinceridad más absoluta, en esas otras cuestiones aparen­temente alejadas del centro nuclear del pensamiento resulta ciertamente complicado llegar a un acuerdo con vosotros. Pues os negáis a aceptar otra lógica formal que no sea, por ejemplo, la que parte del principio aristotélico y tomista de que “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”. Ol­vidáis, quizá por la consabida economía mental por la que gobernáis vuestro entendimiento, que además de la vuestra existen otras metafísicas por las que a su vez se rigen otras lógicas...

Así, hay estrellas en el cielo que son, en cuanto son su luz que nos llega del espacio a la retina, pero no son, en cuanto a que mil años hace que dejaron de existir aun cuando to­davía naveguen por el espacio sus partículas de luz. ¿De­jará de existir la luna en cuanto dejemos de mirarla?, dis­cernió un cerebro como el de Einstein a un ocasional com­pañero de paseo...

Pero cuando se teme al claroscuro, también se cree uno en el deber de negarlo o afirmarlo todo sin hacer concesio­nes a la duda. Y también es así, a través del ardid de la fe teologal, cómo llegáis a ver más fácilmente a Dios en una oblea que en cualquiera que os exige su derecho, os pide una limosna u os causa malestar...

Se comprende que si hubiéramos de tener presente este dual punto de vista en los avatares y determinaciones que exige la vida cotidiana, la parálisis se adueñaría de la socie­dad. Pero tenerlo en cuenta a la hora de reflexionar, ensan­cha las fronteras de la inteligencia y nos protege de la tenta­ción infame de menospreciar o perseguir a los demás por­que no profesan nuestro credo.

Pero aún vas a permitirme que te entretenga un poco más, en relación a este denso y a la vez tan simple asunto.

Me refiero a que no me extraña que te moviese a rebeldía el hecho de que el código regule, con la benevolencia se­ñalada, las dos opciones del creer y el no creer. Porque aunque el opúsculo dispone una actitud reflexiva para cada uno de esos dos estados de conciencia, y aunque ya dije en otro lugar que yo he terminado por relegar esa cuestión a un plano secundario, no dejo de reconocer que el asunto tiene por sí mismo toda relevancia.

Porque, en efecto, del creer en un Dios, del negarle o del no pronunciarse sobre ello depende el capital con el que todo responsable arma el pensamiento y da luego sentido a sus actos. Es más, no creo que haya existido ser humano por grande que haya sido que no empiece su discurso desde ahí, y que a partir de ahí no pueda reducir su pensar a lo sumo a un par de ideas más...

Sin embargo, parece que en nuestro tiempo, por un lado, la preocupación por la existencia de un Dios enunciado se va desvaneciendo, pero, por otro, que cada día hay también menos gentes que se tomen la molestia de negarle.

Y el caso es que si, a la que ha venido reinando desde siempre sucediese esta otra contumacia, es decir, la de ne­gar a Dios, tampoco por ello iban a cegarse los caminos que pueden conducirnos a la paz.

Lo malo, lo peor, no es vivir sin Dios, muchos han vivido y han muerto sin El también con dignidad, sino haberse vivido dos mil años de agonía empeñados en que no hay otros ideales de recambio.

Pero esto es algo que pertenece a mis propuestas, y algo también cuya solución, por la cuenta que les tiene, corres­ponde a nuestros hijos. Porque nosotros, nuestra genera­ción, lo único que puede hacer para no pecar de desvarío es evitar la obstinación. Por eso, si por afirmar a Dios, si por negarle, se va a sembrar infelicidad, en nuestra alma o en las otras, más valdrá renunciar a la porfía...

En cuento a mí, aspiro a la ataraxia. Difícil empresa esa de la imperturbabilidad del ánimo, lo sé; y más aún en un espí­ritu inestable como el mío. Pero, como pensar sin Dios o pensar esperando hallarle en el librepensamiento es una operación del intelecto de mayor envergadura que pensar dándole por hecho, de momento me basta el equipaje de que me he provisto para el camino que quiero recorrer a solas. Es así como me digo: ¿atisbo a un Dios indefinible en la tímida flor, en la montaña imponente, en la inmensidad del océano, en un mohín angelical o en los compases de un quinteto con piano?... Seguro es que a ese Dios no le inter­esa aduladores a su lado. Seguiré disfrutando de su obra. ¿Mi espíritu y mi logos se conforman con lo que yo entiendo por orden natural? Tengo sobrados motivos para ello.

Porque lo importante no es estar a todas horas dialogando con el cielo; ni salir triunfantes de la guerra, más odiosa si la hemos provocado. Porque ésta ha sido precisamente una de las causas de los males: considerar la vida como "milicia sobre la tierra".

Pues el supremo bien está justamente en evitar la lid; en vi­vir en paz, con uno mismo y con quien no nos es afín. El bien supremo está en vivir despiertos, al acecho de los se­cretos con los que la Naturaleza y la vida nos quieran obse­quiar. Y, sobre todo, cuando nos llegare el ecuador de la existencia, vivir viendo en el morir un gesto natural, vivir viendo en el fin de nuestra vida un premio en todo caso por haberla sopor­tado. Y mientras nos llega el fin, ir al encuen­tro de reparado­ras ilusiones, razonables, que nos propor­cionen descanso después del pensar profundo y de la ac­ción.

Ahora, años después de publicado aquel opúsculo em­blemático, vuelvo a sentir la necesidad de organizar el bo­rrador de mis ideas. Esta vez desgranan el escaso grado de solidez y de verdad que hay en el entramado psicológico que sirve de soporte a lo que se tiene por normal sentido de las cosas. Cartas sin respuesta, impromptus en forma de breves poemas y breves pensamientos... Todo se engavilla en las páginas de este libro destinado a mis estantes. Lo que pretendo ahora, al dar a todo esto el aspecto de libro, es remediar mi propensión a corregir hasta el infinito mis escritos convirtiéndolos en un guiñapo ilegible.

Fausto, hablemos ahora de ti.

Tengo que decirte, ya en un plano de realidad a ras de suelo, como a ti te gusta, que siempre representaste para mí el ideal de padre, de esposo, de trabajador por cuenta ajena y, en suma, de ciudadano de la república. También el ideal de amigo, pues tienes la insólita virtud en estos tiem­pos de cultivar la amistad sin rebuscar favores del amigo ni negárselos. Eres tan impecable en tu desenvoltura personal que, si yo fuese tú, no necesitaría hacer tantos esfuerzos para aclararme en los grandes o en los pequeños temas que la vida nos plantea.

Pero no me engañas. Sé bien que un día hiciste concesio­nes al diablo; pero también, que tu alma se redime un poco cada día gracias a la fe que tiene depositada en ti tu sensi­tiva y olvidadiza Margarita.

Por esto creo yo rozas tú la perfección. Pero al mismo tiempo, también quizá por eso mismo representas parte de lo que yo en el fondo detesto en la dimensión de esta socie­dad: el pensar unidireccional, la obsesión contra todo lo que no responda a la simetría discursiva, el amor por la cultura que se mide, que se pesa y que se cuenta...

En cuanto a lo primero, ya hice la oportuna reflexión al re­ferirme a la lógica escolástica. Y por lo que concierne a lo segundo, yo creo que la cultura está más bien en su in­quietud que en el afán de almacenaría; más en el respeto por la ajena que en hacer gala de la nuestra; más en el es­tremecerse ante la belleza de la tela de araña, que en ex­presar asombro ante un lienzo de Van Gogh; más en la em­briaguez que produce una idea original, que en el placer de razonar... Y si yo apelo tan a menudo a la "razón" es preci­samente para punzar en mi interlocutor el pensamiento.

Pero no temas, amigo mío, no intento negarte a ti la tuya. Ni siquiera busco hacer sombra a este necio mundo, ci­mentado en otro de los principios de los males: el de con­tradicción; pues no estoy en absoluto interesado en compe­tir. ¿No ves que tengo asegurada la derrota? ¿no sabes que tampoco me interesa la victoria?

Por lo demás, mi pensamiento, como el de tantas otras gentes, está abocado a no traspasar la cercanía. Pero a mí me basta con transmitírselo a los míos. Porque yo hace mu­cho que me negué cualquier clase de ambición que sólo puedan satisfacerla los demás. Notoriedad, fama... legítimos anhelos cuyo logro depende casi siempre de Academias, de editores, de marchantes, de críticos y de logreros; no de quien propiamente las merecen...

Pero es que, además, ¿valdrá la pena desvivirse por la fama? ¿no será la gloria lo que sí está a nuestro alcance? Pues si es así, convendrás conmigo en que cada uno a su manera, pero todos, podemos poseerla en esta vida con tal de que nos decidamos a perfeccionar la suma pequeñez. Por ello, mi vida se mece entre la meditación, el desenfado y la acción de cortos vuelos; entre la emoción estética y el palpitar de la Naturaleza...

Así, tratando a toda hora de ganar mi libertad (la libertad si es que realmente existe se conquista día a día), me basta confundirla con esa gloria terrenal. Y me colma la impresión de que, en mi alcoba, desde la glándula pineal, allá donde Descartes localiza al alma, estoy dialogando con los grandes pensadores de la Historia. Es más, a veces pienso que tengo en común con ellos no el talento creativo que no tengo -me componen una parte de inteligencia y tres de es­píritu-, sino un mayor grado de consciencia o lucidez que la mayoría de las gentes de mi tiempo; también, el re­sistirme, como ellos, a las verdades de granito.

Así me conformo. Pues aunar en una misma alma senti­mientos de grandeza y de insignificancia al mismo tiempo, no creo que esté tan al alcance de quienes sufren con fre­cuencia el desgarro y el vacío que siguen tras haber reci­bido una general y momentánea admiración. Cualquiera puede recordar momentos de esos en su vida... Por eso creo, en fin, que más importante que ser tenidos por hom­bres de talento es evitar a todo trance que sean otros quie­nes piensen por nosotros.

De cualquier modo, olvidemos el asunto; porque, si hace­mos caso a los antiguos, la gloria huye de quien la persigue y sigue a quien la desprecia. Fausto, te agradezco viva­mente que me hayas permitido contrastar tu penetrante e impecable inteligencia. Así ya puedo decirte que el dilema está servido: o vivimos despiertos, sin perder de vista en ningún momento nuestro desarrollo existencial, o vivimos anestesiados por el aturdimiento que nos procura un mundo atropellado o negligente pero en todo caso siempre ama­ñado.

Y si antes dije que para que haya paz no tiene necesaria­mente que haber habido antes guerra, no puede ser guerra lo que yo propongo para transformar el mundo; sólo ánimo esforzado para revisar a fondo muchas de las ideas al servi­cio de unos pocos que en realidad lo rigen.

Esta preocupación recorre la mayor parte de las páginas siguientes.

Observarás, que en el libro no hay propiamente Introduc­ción. La Introducción trata de meter en materia cuanto antes al lector. Pero el caso es que este libro no pretende otra cosa que ser la proyección de un alma tan triste como entu­siasta.

Marzo, 1991

*Fausto, amigo del autor, expresó a éste su indignación ante la oferta alternante de las máximas III y IV contenidas en su libro titulado Un código para no ser infeliz. Las máxi­mas dicen así:

III. Si crees en Dios, cree firmemente

No permitas entonces que se apodere de ti el temor a su justicia.

Preocúpate en este caso de disfrutar de la obra de su creación más que de adorar al Creador. Porque, ¿no te pa­recería estúpido que en lugar de recrearte escuchando su música, te dedicases a venerar al compositor?

Tenlo por cierto, si existe el pecado o crees en él, será todo lo que hagas o pienses traicionando a tu conciencia y a tu naturaleza.

IV. Si no te inclinas a creer en Dios, renuncia a ello

No te atormentes con la duda: nunca resolverás con tu esfuerzo intelectual una cuestión que realmente no han re­suelto jamás los demás hombres.

Vive simplemente con arreglo a la ley natural que hay gra­bada en tu corazón. Pero no te preocupes: si existe un Dios y tú no lo crees, ten por seguro que te perdonará, porque tú y tu insignifican­cia en el cosmos sólo le harán contemplarte con la ternura que a ti te inspira la debilidad de un recién nacido o la actitud desafiante de un niño.

Fortuna²... Si es que hay derecho a llamar fortuna a lo que en el principio no fue más que fuerza bruta de nuestros leja­nos antepa­sados para apro­piarse, primero de la tierra y luego del poder; bas­tándonos a nosotros, quienes pertene­cemos ya a un mundo aco­modado, una astucia mínima para hace­mos con las claves que dan acceso a las modernas formas de ri­queza y bienestar, y hasta para imponer a los demás nuestra razón...
Marzo 1991

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