30 diciembre 2005

Un código para no ser infeliz

Dejemos al indi­viduo la liber­tad y el consuelo de per­derse en el la­berinto de sus ideas. (Vol­taire)

UN CÓDIGO PARA NO SER INFELIZ

I.—No te empeñes en ser feliz
Conténtate con no ser desgraciado.

La felicidad no existe en estado puro, porque siendo un bien­es­tar mo­mentáneo va asociado a la tris­teza anticipada de per­derla.

II.—No te rebeles frente al destino
Pero haz todo lo posible por ser dueño de él, ade­lantándote a crear tus propias circuns­tancias en lu­gar de dejarte arrastrar por ellas.

Los antiguos decían que “los dioses ayu­dan a los que acep­tan y arras­tran a los que se resisten”.

III.—Si te inclinas a creer en un Dios, cree fir­memente
No permitas entonces que se apodere de ti el te­mor a su justi­cia.

Preocúpate en este caso de disfrutar de la obra de su crea­ción, más que de venerar al Creador. Porque ¿no te parecería estú­pido que en lugar de recrearte es­cu­chando su música te dedicases a adorar al com­posi­tor?

Tenlo por cierto: si existe el pecado o crees en él, eso será todo lo que hagas o pienses traicionando a tu conciencia y sobre todo a tu auténtica natu­raleza.

IV.—Si no puedes creer en un Dios, renuncia a ello
No te atormentes con la duda: nunca re­solverás con tu es­fuerzo in­te­lectivo una cuestión que real­mente no han resuelto ni re­solverán jamás los hombres.

Vive entonces simplemente con arreglo a la ley na­tural gra­bada en tu corazón, y no te preocupes: si existe ese Dios y tú no lo crees, ten por seguro que será condes­cendiente con­tigo, porque tú y tu insigni­ficancia en medio del cosmos le harán con­templarte con la misma ternura que a ti te inspi­ran un recién nacido o la actitud desa­fiante de un niño.

V.—No hay por qué aferrarse a una única ver­dad posible
Lo sabio es admitir verdades diversas y al­terna­ti­vas. La histo­ria del hombre es una suce­sión de erro­res y de es­fuerzos para corregirlos…

VI.—No tengas mala conciencia por no ser “reli­gioso”; pero tam­poco menos­precies a quien dice serlo
Las religiones —todas— tienen el fin de dar sen­tido a la vida, aliviar la angustia y pro­porcionar pautas mo­rales. Todo, para hacer po­sible la so­cie­dad humana, y también porque tú no te­nías aún capa­ci­dad para dis­cernir por tu cuenta.

Si te decides a ser religioso, no andes perdido ni si­gas esa reli­gión “por si acaso”. Es preferible que cons­tru­yas tu propio código de com­porta­miento haciendo de él tu religión. Así po­drás ser sacer­dote y confesor de ti mismo…

VII.—Sin embargo, si pierdes el norte y te ataca la deses­pe­ranza, piensa en que es po­sible que un Princi­pio su­premo venga ri­giendo el or­den del mundo a lo largo de toda la historia de la humani­dad, aun dentro del desorden apa­rente

VIII.—Si pasa por tu cabeza la idea del sui­ci­dio, piensa que ya tendrás tiempo para es­tar muerto; sea para la Nada sea para la eternidad

IX.—Acepta la idea de la muerte como algo natu­ral que ocurre a cada instante
Piensa que nadie se libra de ella; para su bien, por­que una vida te­rrena eterna sería insoportable.
Ten en cuenta, además, en relación a la vida des­pués de la muerte, que nada se ha podido pro­bar hasta ahora y todo es posible. Por eso, y por­que es ingenuo aceptar una sola hipóte­sis renun­ciando a otras también posibles, imagina la otra vida como más te agrade… esa vida en paralelo que siempre so­ñaste, que no te ha sido posible realizar y que ya no es tiempo de vivirla, la vivirás cuando mueras…

X.—La muerte debe ser, en fin, la culmi­na­ción del pro­pio des­en­volvimiento y desarrollo per­sonal
Este puede ser uno de los sentidos de la vida.

Sé resueltamente optimista en cuanto a las posi­bi­li­dades de otra vida superior después de la muerte.

XI.—El dolor natural es necesario
No te apresures a evitarlo. Sólo habiendo sufrido puedes sa­ber de la importancia del do­lor y gozar de su au­sencia; como sólo después de can­sado disfru­tas del descanso. Sin em­bargo, si te lo pro­vocas bus­cando el con­traste, debilitarás tu espíritu y em­bota­rás tus senti­dos y lo harás más inso­por­table que si viene naturalmente solo.

Puedes, en cambio, curar los males del es­píritu con el pensa­miento, y los del cuerpo sirviéndote de la fuerza del espíritu.

XII.—Cuando te llegue una adversidad física o moral, piensa en quienes sufren más o ca­recen de lo más indis­pensa­ble
No dirijas tu atención hacia quienes pasan por una fase fa­vo­rable de su vida, y ello quizá en apa­riencia.

XIII.—Acepta con buena disposición los con­tra­tiempos, y alé­grate de que sean lle­va­deros
Ten presente que si no te hubiera acom­pañado la suerte, hubieran po­dido ser más gra­ves e incluso haber provo­cado tu ruina moral o material.

XIV.—Valora tu suerte por lo que disfru­tas y no por lo que te falte
Ten presente que iría contra la ley del equi­librio universal que go­ces, tú y los tuyos, de buena sa­lud, de éxito, de prosperidad y del aprecio de los demás, todo de manera prolon­gada y al mismo tiempo.

XV.—No te ufanes del éxito ni te permitas su­frir dema­siado por tu fracaso
Con frecuencia la buena suerte de hoy es el co­mienzo de una fase dolorosa de la vida; y, por el contra­rio, un fracaso suele ser la se­milla de la di­cha de ma­ñana.

XVI.—Sitúate como espectador de ti mismo y de la vida
Considera la vida como un inmenso labo­ratorio donde puedes re­crearte con tus propias experien­cias; no demasiado arriesga­das, por­que estás su­jeto a las reglas que tu edad, tu cultura, tu cir­cuns­tancia, tus atavismos y aun la censura de tu conciencia te dic­tan. Si no las respetas te sobre­ven­drá el espanto.

Pero al mismo tiempo renueva despaciosamente esas re­glas y co­rrige las que vienes empleando con excesivo arti­ficio y las que se avie­nen mal con tu natura­leza..

XVII.—No intentes imitar a nadie; ni su com­por­ta­miento ni sus ideas
Sé tú revelándote a ti mismo quién eres. La ver­dad está en ti. Esfuérzate en ex­traer y utilizar las rique­zas que se esconden en ti.

Sé original, sin extravagancia. Trata de ser siem­pre creativo, sin perder de vista la vulgaridad de tu en­torno para no verte sumido en un mundo ex­cesiva­mente ficticio e irreal.

XVIII.—Procura pensar siempre por tu cuenta y no te de­jes ven­cer por nada extraño a tu espí­ritu
Rechaza la maledicencia y no te dejes cautivar por la propa­ganda ni por la elocuencia. La elo­cuencia en­cierra a menudo los mayores errores y las contra­dic­ciones más peligrosas em­boscados en la ve­he­mencia y el adorno verbal.

Ahorma tu criterio sobre todo lo que te inte­r­esa, pero sé tole­rante con las opiniones aje­nas. Sé, en suma, condes­cen­diente con los demás pero in­transi­gente contigo mismo.

XIX.—Revisa esporádicamente tus ideas: nin­guna es real­mente inconmovible. Si ahora te sientes conven­cido por al­guna, considé­rala verda­dera y útil sólo provi­sionalmente. Esto te permitirá sen­tirte siempre cohe­rente
Sin embargo, esfuérzate en concebir dos o tres pensamien­tos que, como el oro, puedan tener para ti un valor intemporal. No permitas que los sentimien­tos inva­dan el ámbito de tus pensa­mien­tos; con­trola los pensa­mientos por medio del espíritu, y los senti­mien­tos por las ideas. Pero abandónate a los senti­mientos que provienen de la emoción esté­tica.

Llora cuanto desees. No reprimas el llanto; el llanto cura o al menos alivia las enferme­dades del alma.

XX.—Goza con moderación de los senti­dos
Cuanto menos abuses de los sentidos, más tiempo y más in­tensa­mente goza­rás de ellos, y más de los placeres del espí­ritu.

Cuanto más cultives el espíritu más disfrutarás de los senti­dos.

XXI.—Trata de hacer compatible la seriedad y deseable per­fec­ción en tu trabajo habitual y en tu vida privada, con el buen humor y la imagi­nación
Observa el lado positivo y amable de casi todas las situacio­nes y mo­mentos.

XXII.—Ejercítate en adquirir la audacia nece­saria para so­bre­vivir y estar preparado para soportar cualquier grave contra­tiempo
Algún día puede serte útil; sobre todo si hubie­res fracasado a pe­sar de tus esfuerzos en una so­ciedad implacable con el dé­bil.

Además, con demasiada frecuencia el instinto na­tural se atro­fia por la presión civilizadora, y en la so­ciedad como en la Natu­ra­leza sólo se alza y re­siste el más fuerte.

XXIII.—No te comprometas con ideologías, ni tendencias, ni fi­lo­sofías, ni doctrinas
Si puedes, conócelas; pero no seas gregario y que tu partici­pación sea siempre sin compromisos que dudes vayas a poder cumplir.

XXIV.—Procura lo necesario para vivir digna­mente
Pero no dejes que se apodere de ti la codicia. Y piensa que, por mu­cho esfuerzo que hubieres hecho para merecer lo que tienes, muchos otros también lo hicieron y, aun con más méritos que los tuyos, no triunfan y apenas con­siguen sobrevi­vir.

No confundas tus convenien­cias personales con el interés co­lectivo. Usa de tus cosas con un sen­tido de posesión y de admi­nistración pru­dente, y no de pro­piedad “contra todos”. Así las podrás compartir más fácilmente y usarás los bienes co­munes con más cui­dado incluso que los tuyos pro­pios.

XXV.—Evita, si te es posible, empleos o acti­vi­dades pri­mados y valorados por su produc­tivi­dad o por cantidad de trabajo
Si no te fuere posible, recuérdate a ti mismo con frecuencia y a quien te paga que trabajas más por tu propia estima que por ganancia. Pero pro­cura activi­dades remuneradas y valoradas más por la calidad y el esmero que pongas en el trabajo.

Podrán ser más gratos o mejor gratificados, pero no consideres que haya trabajo más “digno” que otro.
Reserva el tiempo preciso para el ocio bien enten­dido, es de­cir no como hol­ganza que debilita.

XXVI.—No te empeñes en evitar a toda costa los proble­mas que se te presenten
Uno de los atractivos de la vida es resolverlos; y piensa que lo más importante de un pro­blema es un buen planteamiento: toda posible solución co­mienza por un plan­teamiento adecua­do. Como la curación de la enfermedad en el diagnóstico ati­nado.

XXVII.—Practica cualquier arte o actividad manual, o al me­nos dedica diariamente tiempo para la música y la lectura

XXVIII.—Haz ejercicio físico moderado to­dos los días y come con frugalidad; de todo, pues el hombre es om­nívoro

XXIX.—No trates de interrumpir enseguida el proceso na­tural de las enfermedades
Evita la asistencia médica y la medicación inme­dia­tas. Per­mite que la propia enfermedad vaya gene­rando sus propias defensas.

XXX.—Conoce y respeta las reglas de la con­vi­vencia so­cial, pero elúdelas discretamente siempre que te sea posi­ble

Procede de la misma manera con todas las leyes en general, sobre todo cuando a tu juicio carezcan de justificación moral suficiente.

XXXI.—No te obstines en que otros se sirvan de tu expe­rien­cia, ni trates de persuadirles o disuadirles de hacer lo que se propo­nen hacer
Lo que para ti fue un fracaso para otros puede ser su fortuna, y lo que te fue favorable, para otro puede ser causa de su des­dicha.

XXXII.—Confía siempre en el hombre, y ház­selo saber así, aunque tengas malas referen­cias suyas. Así le obligarás mo­ralmente y en re­ci­procidad a confiar en ti
El hombre es bueno; quiere ser bueno, pero es dé­bil, y su de­bilidad le hace cobarde y agresivo al mismo tiempo. La cobar­día y, sobre todo, su igno­rancia de los secretos de la Natura­leza en contra­po­sición a los es­tragos que le ha producido su ex­pe­riencia social, hacen del hom­bre un ser del que, en gene­ral, hay que guardarse. Sin embargo, cree en él. Cuando te hubiere engañado, apártalo de ti o dale otra oportunidad… pero sigue creyendo en el hom­bre, una y mil veces: es la mejor protec­ción contra su debilidad, su miedo y su empeño en sa­car ven­taja a tu costa.

XXXIII.—Esfuérzate en descubrir en ti el genio o el to­rrente crea­tivo
El hombre carece de verda­dera sensibilidad o bien es enfer­miza. Solamente de la mujer es la sensibili­dad natural; pero sólo el hombre, a través de la ins­piración que la sensibilidad de la mujer le transmite, ha sido capaz de crear algo grandioso. Y crea, preci­samente porque no puede procrear. Por eso, hasta ahora al menos, sólo en el hombre estuvo alojada la semilla del verdadero genio.

XXXIV.—Respeta a los hombre y mide su cate­goría sólo por la nobleza de su espí­ritu; también por su capacidad crea­tiva
Sólo unos cuantos crean; el resto de la humani­dad, sin hacer aportación alguna que valga la pena, se li­mita a beneficiarse de la inteligencia y de la perse­verancia de aquellos. Pero por princi­pio, nadie tiene más derecho a ser respe­tado más que los otros.

XXXV.—Sé comprensivo con las actitudes rei­vindicativas de la mujer de nuestro tiempo
Respeta sus anhelos igualitarios. Pero recuérdale que sería odioso y, en ciertas cosas, imposible in­ver­tir el papel biológico que uno y otro tiene en la Na­turaleza; que lo deseable es construir entre ambos un sistema de in­tercambio de valores y atenciones basado en el prin­cipio de reciprocidad, teniendo en cuenta cada circunstancia, y no en el de hegemonía; que el “machismo” no debe susti­tuirse por el “hem­brismo”, y, en fin, que la meta conjunta de hombre y mujer debe ser la reafirma­ción de un vigoroso perso­nalismo en el que hom­bre y mujer conserven, cada uno, las limita­ciones y grandezas de su sexo.

XXXVI.—Si tienes hijos, dales una formación basada princi­pal­mente en tu ejemplo y en ex­citar su curiosidad hacia los fe­nóme­nos natu­rales principal­mente y los socia­les
En lo que te sea posible, confía su educación a quien puedas cos­tear, pero siempre sin excesivos esfuerzos. Y en ningún caso esperes mucho de tus hijos, ni consideres los gastos de su ins­trucción como una inver­sión ni siquiera en beneficio de ellos.

Sabe que suele uno empezar exigiendo mucho a los hijos, esperas gran­des cosas de su talento... pero terminas confor­mándote con que no sean desgracia­dos.

XXXVII.—Deja que tus hijos hagan pronto su voluntad
Está al tanto de sus cosas; vigílales desde lejos para evitarles da­ños irreparables pero no te entro­metas en su vida por des­viada que te pa­rezca.

Permite que se equivoquen ellos solos. Si se equi­vocan por tu con­sejo, nunca te lo perdonarán.

XXXVIII.—Da gran importancia a la amistad, pero aprende a vivir solo
Elige tus amigos por razones de afinidad y por sus cualidades personales, no por su categoría so­cial o por su posición eco­nómica.

Si quieres conservarlos, no abuses de su trato, no les pidas favores, ni trafiques con ellos ni con su in­fluencia. Respeta a todos pero alé­jate de quien no te respete.

XXXIX.—Procura vivir en compañía y aprende paciente­mente a convivir con tu pa­reja
Ensaya en los registros y resortes, casi infinitos, que tiene quien com­parte tus días y tus noches; y ambos dejaros mutua­mente ma­nejar como un ins­trumento musical delicado o como una tablilla de cera.

En los momentos difíciles y críticos de vuestra vida, no te en­gañes cre­yendo que con otra per­sona serías más feliz. Recuerda una vez más que tu feli­cidad y, a veces la de los demás, depen­den de ti solo. No es­peres reci­birla de los otros. En cualquier caso, la sen­sación de feli­cidad más in­tensa es la que experi­mentamos cuando causamos alegría en los de­más. Al menos es la manera de hacer la vida más lle­vadera.

XL.—Instruye a quien corresponda para que en los mo­mentos de la muerte no se alargue innecesariamente tu vida y tu ago­nía
No hay razones sólidas para oponerse a la eutana­sia. Quien se opone a ella es porque sigue los dicta­dos de otros, o quizá porque tiene secre­tos recursos para resol­verse a sí mismo su muerte digna.

XLI.—Evita a todo trance los procesos judi­cia­les
Encuentra siempre una solución amigable: es pre­ferible que cedas mu­cho de tu derecho a verte en­vuelto en un pleito. Por ello, procura crearte los me­nores intereses posibles, y en cuanto a los que hayas ya adquirido, defiéndelos con la máxima largueza.

En todo caso ceder te proporcionará mayor bien­es­tar que una ruin obs­tinación en defender tus dere­chos.

En cuanto a las cuestiones de honor, sitúa tu propia estima por en­cima de tu reputación.

XLII.—Ama a tus padres al menos en la me­dida de que te amen; pero no te sientas obli­gado a amarles sino por lo que te sientas amado. A tus hijos, ámalos en la medida que desees te correspon­dan

XLIII.—La mejor herencia que puedes dejar a tus hijos es hacer que ellos lleguen a ser due­ños de sí mismos
Renuncia por adelantado —al menos moral­mente— a lo que puedas re­cibir en su día en herencia.

Ten presente que las cuestiones hereditarias cris­pa­das, antes de produ­cirse y después cuando se de­claran, suelen ser paradó­jicamente causa próxima o re­mota de males, en­fermedades y ruina.

XLIV.—Nada en exceso; ni siquiera la bon­dad ni la higiene
La bondad excesiva irrita y origina malestar en el entorno. Muestra también tus imperfecciones. A veces hasta conviene exagerarlas. El ser humano es perfecto en su mismidad. Y es él en todo caso quien tiene que rendirse cuenta a sí mismo de sus debilida­des. Es en sociedad donde comienzan los defectos y carencias... Los defectos son sólo "socia­les".

La excesiva higiene favorece el contagio de enfer­medades y hace más vulnerable tu orga­nismo.

XLV.—Ama, en fin, tu libertad hasta el ex­tremo de negarte a ti mismo abusar de ella...

Pero recuerda:

XLVI.—Para la realización integral de tu vida es preferible que los necios digan de ti que es­tás loco a que los inteli­gentes piensen que eres vulgar...


Julio 1986

Carta a Fausto


CARTA A FAUSTO

Querido Fausto*:

Recordarás, que hace unos años escribí un breviario cuya lectura, al menos en alguno de sus aspectos, te indignó. Y te indignó seguro estoy porque en el fondo quizá esperabas encontrar en él un pensamiento más comprometido con las divisas pétreas que tú tanto respetas o, lo que es lo mismo, un pensamiento menos impresionado por lo que ha sido se­llado o glorificado por una Institución, una Academia...

Aquel esfuerzo para el alma, que supuso para mí Un có­digo para no ser infeliz, respira, en efecto un individualismo arre­batado. Y así lo pone de relieve en su introducción el mora­lista López Aranguren; aunque él lo haga, faltaba más, en el tono de reproche propio de la dimensión intelectiva que yo precisamente cuestiono. Por eso no me afectó gran cosa su fina displicencia.

Aun así, juzga tú por ti mismo después de haber leído con un poco de atención el juicio crítico que, sobre tantas cosas, se contiene en este libro.

Para empezar, es preciso tener presente que el individua­lismo que impregna aquel breviario no pertenece a esa clase de individualismos que vienen del egoísmo ciego. Tampoco tiene su origen en una aversión instintiva hacia la sociedad. Y no es fruto del resentimiento...

Es, sencillamente, la destilación de lo escrutado a lo largo de mi vida por ese tercer ojo que dicen todos poseemos. Por eso mismo, se trata de un individualismo que no sólo no la enturbia sino que arroja aún más luz sobre mi conciencia social. Conciencia social, entendida a su vez como concien­cia de el otro, y también como conciencia de hasta qué punto podemos permitimos el lujo simplemente de pen­sar porque tenemos ya resuelto el subsistir quienes estamos primados por la diosa Fortuna²; y, por consiguiente, enten­dida como dinámica de solidaridad activa frente al abuso, frente a la injusticia, frente a toda clase de opresión sobre el ser humano y aun sobre la bestia.

Es individualismo encendido, en fin, como máxima expre­sión del verse uno en todos y cada uno de los seres huma­nos que pueblan el mundo y condolerse de su infortunio.

Pues bien, así entendido, no me negarás que este indivi­dualismo no es fruto, perdóname la petulancia, de un ideal de cultura.

Está fraguado en una calculada resistencia frente a los re­sortes -tú los llamarías valores- introducidos en la socie­dad por la propia historia del hombre; resortes, más bien señue­los, que tarde o temprano acaban por angustiarnos y arro­llamos después de habernos ilusionado y hasta puede que después de haber contribuído a ocasionales encumbra­mientos.

También nace como reacción frente al debilitamiento de unas sociedades como las nuestras que, aun cuando cada día muestran más su capacidad para universalizar las mer­caderías, no me dirás que no es a costa de aplastarnos con sus obsesiones economicistas y de vernos manejados siempre por los mismos guardianes de la ortodoxia. Unas sociedades, por su parte, que por diferentes causas y prin­cipalmente por sus gigantescas proporciones están intrínse­camente incapacitadas para alcanzar la ideal forma que ad­quirió la ciudad-estado griega, en la que el ciudadano se encuentra en perentoria armonía consigo mismo, con unos mitos que asume como tales y con el tejido social que le da acogida.

Digámoslo ya. Se trata, en suma, de un individualismo que instiga, sí, al individuo a su reafirmación personal hasta lle­gar, si es preciso, a la rebelión; pero no a la rebelión frente a la sociedad, que le aniquilaría, sino frente al interés sote­rrado y demoledor de la especie humana por ir sucedién­dose a sí misma. Pues la especie no tiene otras miras que su propia supervivencia. Y para lograrla, confía a las institu­ciones que fue entronizando poco a poco en la sociedad que organizó, la imponente pero a la vez insidiosa misión de asegurarla.

De lo anterior resulta, que importa más la Justicia que el reo, la Medicina que el enfermo, el Ejército que el soldado, la Curia que las almas, la sociedad que los accionistas, la Empresa que el empleado, el Leviathan que el pordiosero...

Y si, me digo muchas veces, al menos todo el mundo tu­viese asegurada, como el enjambre la tiene en la colmena, una existencia sin zozobras...

Te rogaría, sin embargo, que no me desafíes a que te hable de mi propuesta de solución alternativa; porque antes de empezar yo mi teoría ya estarías diciendo que era una quimera... como si el mundo no hubiera llegado a donde está, a pesar de su miseria, gracias a toda suerte de uto­pías. Pero por ahora, lo que me preocupa es el individuo atrapado en mi generación; y en él, en el momento de su in­timidad y una vez que ha adquirido plena conciencia de sí mismo, es en quien pienso y en quien pensaba sobre todo al escribir aquel breviario.

Por otro lado, lo sospecho, creíste que aquellas conclusio­nes mías presentadas en el Código en forma de senten­cias eran recetas dirigidas al lector. Si hubieras leído hasta el fi­nal, sabrías que aquel ínfimo librito no tenía tanto el pro­pó­sito de ordenar el pensamiento ajeno como el de yo re­conci­liarme con el mío.

Aun así, se comprende que no es fácil aceptar que alguien que da a luz su ética o su estética, no pretenda adoctrinar a los demás. Pues te aseguro que no fue esa mi intención. Y si imprimir es de por sí, por legítimo que sea, un acto pre­tencioso, editar el Código fue un efecto de la decisión, no su causa principal. Lo esencial fue, como lo es ahora la publi­cación de este otro libro, dar horma a mi pensar.

Pero, en el negado supuesto de que aquel libro hubiese sido un pretexto costoso para mí al fin y al cabo para ser­monear a los demás, me refiero a lo que al parecer hizo sublevarte: ¿te siguen pareciendo todavía contradictorias, incompatibles, excluyentes, las exhortaciones contenidas en las máximas III y IV relativas al creer y al no creer en Dios alternativamente?...

Mas ¿es que acaso piensas realmente que haya en el mundo ser humano que, de pecho para adentro y a no ser por una comodidad fuera de toda consideración, pueda creer en un Dios concreto, providente, antropomorfo y tras­cendente sin desmayo ni sospechas?

Por eso, como creer y no creer no son estados pu­ros y permanentes de conciencia, esas dos máximas intentan evitar el desasosiego que pueda acompañar a nuestras du­das, por un lado, y la presión insoportable que pueda deri­varse del empeño en creer sin convicción. Quién sabe si la treta de asumir con alegría amas no consolará a quienes, quizá por el paso de los años y el ataque de sucesivos des­encantos, sufren desolación y extravío.

Entonces, como no es fácil evitar ver tras la fe teologal una sugestión o una conveniencia en comprar comodidad men­tal a bajo precio, la cuestión no está en creer o en no creer sino en vivir con confianza, que no es lo mismo que vivir con fe. Y está la confianza, en el no permitir, aunque a veces sea preciso tensar duramente la conciencia, que nuestra cultura exasperante nos haga ver ruina, adversidad y des­gracia en lo que seguramente no son más que hechos natu­rales o una simple peripecia. Y por eso mismo es preciso sustraerse en lo posible a la pérdida de la mismidad a que la religión y la filosofía del progreso nos conducen. Sustraerse al adormecimiento colectivo, para iluminar con nuestra pro­pia luz cada uno de los momentos de la vida con el máximo entusiasmo, y para no temblar, en fin, por no tener siempre a mano una certeza.

Y como, analizando la Historia, he observado que ni las instituciones ni la religión ni la misma Ciencia han hecho casi nunca justicia a la verdad, yo hace tiempo que decidí tomarme el discernimiento por mi cuenta...

Pero vosotros, los que os ufanáis de ser creyentes, no po­déis empezar el día con la duda; es decir, no podéis despe­rezaros si no tenéis por verdad incuestionable lo que no pa­san de hipótesis. Por eso preferís en cualquier caso al Dios que diseñaron los Concilios antes que admitir a un Dios aleatorio. Y me parece muy bien. Cada cual tiene derecho a su verdad... a condición de que también a solas le funcione; si no, es un impostor.

Claro que lo que ocurre luego es que, aun hablando con la sinceridad más absoluta, en esas otras cuestiones aparen­temente alejadas del centro nuclear del pensamiento resulta ciertamente complicado llegar a un acuerdo con vosotros. Pues os negáis a aceptar otra lógica formal que no sea, por ejemplo, la que parte del principio aristotélico y tomista de que “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”. Ol­vidáis, quizá por la consabida economía mental por la que gobernáis vuestro entendimiento, que además de la vuestra existen otras metafísicas por las que a su vez se rigen otras lógicas...

Así, hay estrellas en el cielo que son, en cuanto son su luz que nos llega del espacio a la retina, pero no son, en cuanto a que mil años hace que dejaron de existir aun cuando to­davía naveguen por el espacio sus partículas de luz. ¿De­jará de existir la luna en cuanto dejemos de mirarla?, dis­cernió un cerebro como el de Einstein a un ocasional com­pañero de paseo...

Pero cuando se teme al claroscuro, también se cree uno en el deber de negarlo o afirmarlo todo sin hacer concesio­nes a la duda. Y también es así, a través del ardid de la fe teologal, cómo llegáis a ver más fácilmente a Dios en una oblea que en cualquiera que os exige su derecho, os pide una limosna u os causa malestar...

Se comprende que si hubiéramos de tener presente este dual punto de vista en los avatares y determinaciones que exige la vida cotidiana, la parálisis se adueñaría de la socie­dad. Pero tenerlo en cuenta a la hora de reflexionar, ensan­cha las fronteras de la inteligencia y nos protege de la tenta­ción infame de menospreciar o perseguir a los demás por­que no profesan nuestro credo.

Pero aún vas a permitirme que te entretenga un poco más, en relación a este denso y a la vez tan simple asunto.

Me refiero a que no me extraña que te moviese a rebeldía el hecho de que el código regule, con la benevolencia se­ñalada, las dos opciones del creer y el no creer. Porque aunque el opúsculo dispone una actitud reflexiva para cada uno de esos dos estados de conciencia, y aunque ya dije en otro lugar que yo he terminado por relegar esa cuestión a un plano secundario, no dejo de reconocer que el asunto tiene por sí mismo toda relevancia.

Porque, en efecto, del creer en un Dios, del negarle o del no pronunciarse sobre ello depende el capital con el que todo responsable arma el pensamiento y da luego sentido a sus actos. Es más, no creo que haya existido ser humano por grande que haya sido que no empiece su discurso desde ahí, y que a partir de ahí no pueda reducir su pensar a lo sumo a un par de ideas más...

Sin embargo, parece que en nuestro tiempo, por un lado, la preocupación por la existencia de un Dios enunciado se va desvaneciendo, pero, por otro, que cada día hay también menos gentes que se tomen la molestia de negarle.

Y el caso es que si, a la que ha venido reinando desde siempre sucediese esta otra contumacia, es decir, la de ne­gar a Dios, tampoco por ello iban a cegarse los caminos que pueden conducirnos a la paz.

Lo malo, lo peor, no es vivir sin Dios, muchos han vivido y han muerto sin El también con dignidad, sino haberse vivido dos mil años de agonía empeñados en que no hay otros ideales de recambio.

Pero esto es algo que pertenece a mis propuestas, y algo también cuya solución, por la cuenta que les tiene, corres­ponde a nuestros hijos. Porque nosotros, nuestra genera­ción, lo único que puede hacer para no pecar de desvarío es evitar la obstinación. Por eso, si por afirmar a Dios, si por negarle, se va a sembrar infelicidad, en nuestra alma o en las otras, más valdrá renunciar a la porfía...

En cuento a mí, aspiro a la ataraxia. Difícil empresa esa de la imperturbabilidad del ánimo, lo sé; y más aún en un espí­ritu inestable como el mío. Pero, como pensar sin Dios o pensar esperando hallarle en el librepensamiento es una operación del intelecto de mayor envergadura que pensar dándole por hecho, de momento me basta el equipaje de que me he provisto para el camino que quiero recorrer a solas. Es así como me digo: ¿atisbo a un Dios indefinible en la tímida flor, en la montaña imponente, en la inmensidad del océano, en un mohín angelical o en los compases de un quinteto con piano?... Seguro es que a ese Dios no le inter­esa aduladores a su lado. Seguiré disfrutando de su obra. ¿Mi espíritu y mi logos se conforman con lo que yo entiendo por orden natural? Tengo sobrados motivos para ello.

Porque lo importante no es estar a todas horas dialogando con el cielo; ni salir triunfantes de la guerra, más odiosa si la hemos provocado. Porque ésta ha sido precisamente una de las causas de los males: considerar la vida como "milicia sobre la tierra".

Pues el supremo bien está justamente en evitar la lid; en vi­vir en paz, con uno mismo y con quien no nos es afín. El bien supremo está en vivir despiertos, al acecho de los se­cretos con los que la Naturaleza y la vida nos quieran obse­quiar. Y, sobre todo, cuando nos llegare el ecuador de la existencia, vivir viendo en el morir un gesto natural, vivir viendo en el fin de nuestra vida un premio en todo caso por haberla sopor­tado. Y mientras nos llega el fin, ir al encuen­tro de reparado­ras ilusiones, razonables, que nos propor­cionen descanso después del pensar profundo y de la ac­ción.

Ahora, años después de publicado aquel opúsculo em­blemático, vuelvo a sentir la necesidad de organizar el bo­rrador de mis ideas. Esta vez desgranan el escaso grado de solidez y de verdad que hay en el entramado psicológico que sirve de soporte a lo que se tiene por normal sentido de las cosas. Cartas sin respuesta, impromptus en forma de breves poemas y breves pensamientos... Todo se engavilla en las páginas de este libro destinado a mis estantes. Lo que pretendo ahora, al dar a todo esto el aspecto de libro, es remediar mi propensión a corregir hasta el infinito mis escritos convirtiéndolos en un guiñapo ilegible.

Fausto, hablemos ahora de ti.

Tengo que decirte, ya en un plano de realidad a ras de suelo, como a ti te gusta, que siempre representaste para mí el ideal de padre, de esposo, de trabajador por cuenta ajena y, en suma, de ciudadano de la república. También el ideal de amigo, pues tienes la insólita virtud en estos tiem­pos de cultivar la amistad sin rebuscar favores del amigo ni negárselos. Eres tan impecable en tu desenvoltura personal que, si yo fuese tú, no necesitaría hacer tantos esfuerzos para aclararme en los grandes o en los pequeños temas que la vida nos plantea.

Pero no me engañas. Sé bien que un día hiciste concesio­nes al diablo; pero también, que tu alma se redime un poco cada día gracias a la fe que tiene depositada en ti tu sensi­tiva y olvidadiza Margarita.

Por esto creo yo rozas tú la perfección. Pero al mismo tiempo, también quizá por eso mismo representas parte de lo que yo en el fondo detesto en la dimensión de esta socie­dad: el pensar unidireccional, la obsesión contra todo lo que no responda a la simetría discursiva, el amor por la cultura que se mide, que se pesa y que se cuenta...

En cuanto a lo primero, ya hice la oportuna reflexión al re­ferirme a la lógica escolástica. Y por lo que concierne a lo segundo, yo creo que la cultura está más bien en su in­quietud que en el afán de almacenaría; más en el respeto por la ajena que en hacer gala de la nuestra; más en el es­tremecerse ante la belleza de la tela de araña, que en ex­presar asombro ante un lienzo de Van Gogh; más en la em­briaguez que produce una idea original, que en el placer de razonar... Y si yo apelo tan a menudo a la "razón" es preci­samente para punzar en mi interlocutor el pensamiento.

Pero no temas, amigo mío, no intento negarte a ti la tuya. Ni siquiera busco hacer sombra a este necio mundo, ci­mentado en otro de los principios de los males: el de con­tradicción; pues no estoy en absoluto interesado en compe­tir. ¿No ves que tengo asegurada la derrota? ¿no sabes que tampoco me interesa la victoria?

Por lo demás, mi pensamiento, como el de tantas otras gentes, está abocado a no traspasar la cercanía. Pero a mí me basta con transmitírselo a los míos. Porque yo hace mu­cho que me negué cualquier clase de ambición que sólo puedan satisfacerla los demás. Notoriedad, fama... legítimos anhelos cuyo logro depende casi siempre de Academias, de editores, de marchantes, de críticos y de logreros; no de quien propiamente las merecen...

Pero es que, además, ¿valdrá la pena desvivirse por la fama? ¿no será la gloria lo que sí está a nuestro alcance? Pues si es así, convendrás conmigo en que cada uno a su manera, pero todos, podemos poseerla en esta vida con tal de que nos decidamos a perfeccionar la suma pequeñez. Por ello, mi vida se mece entre la meditación, el desenfado y la acción de cortos vuelos; entre la emoción estética y el palpitar de la Naturaleza...

Así, tratando a toda hora de ganar mi libertad (la libertad si es que realmente existe se conquista día a día), me basta confundirla con esa gloria terrenal. Y me colma la impresión de que, en mi alcoba, desde la glándula pineal, allá donde Descartes localiza al alma, estoy dialogando con los grandes pensadores de la Historia. Es más, a veces pienso que tengo en común con ellos no el talento creativo que no tengo -me componen una parte de inteligencia y tres de es­píritu-, sino un mayor grado de consciencia o lucidez que la mayoría de las gentes de mi tiempo; también, el re­sistirme, como ellos, a las verdades de granito.

Así me conformo. Pues aunar en una misma alma senti­mientos de grandeza y de insignificancia al mismo tiempo, no creo que esté tan al alcance de quienes sufren con fre­cuencia el desgarro y el vacío que siguen tras haber reci­bido una general y momentánea admiración. Cualquiera puede recordar momentos de esos en su vida... Por eso creo, en fin, que más importante que ser tenidos por hom­bres de talento es evitar a todo trance que sean otros quie­nes piensen por nosotros.

De cualquier modo, olvidemos el asunto; porque, si hace­mos caso a los antiguos, la gloria huye de quien la persigue y sigue a quien la desprecia. Fausto, te agradezco viva­mente que me hayas permitido contrastar tu penetrante e impecable inteligencia. Así ya puedo decirte que el dilema está servido: o vivimos despiertos, sin perder de vista en ningún momento nuestro desarrollo existencial, o vivimos anestesiados por el aturdimiento que nos procura un mundo atropellado o negligente pero en todo caso siempre ama­ñado.

Y si antes dije que para que haya paz no tiene necesaria­mente que haber habido antes guerra, no puede ser guerra lo que yo propongo para transformar el mundo; sólo ánimo esforzado para revisar a fondo muchas de las ideas al servi­cio de unos pocos que en realidad lo rigen.

Esta preocupación recorre la mayor parte de las páginas siguientes.

Observarás, que en el libro no hay propiamente Introduc­ción. La Introducción trata de meter en materia cuanto antes al lector. Pero el caso es que este libro no pretende otra cosa que ser la proyección de un alma tan triste como entu­siasta.

Marzo, 1991

*Fausto, amigo del autor, expresó a éste su indignación ante la oferta alternante de las máximas III y IV contenidas en su libro titulado Un código para no ser infeliz. Las máxi­mas dicen así:

III. Si crees en Dios, cree firmemente

No permitas entonces que se apodere de ti el temor a su justicia.

Preocúpate en este caso de disfrutar de la obra de su creación más que de adorar al Creador. Porque, ¿no te pa­recería estúpido que en lugar de recrearte escuchando su música, te dedicases a venerar al compositor?

Tenlo por cierto, si existe el pecado o crees en él, será todo lo que hagas o pienses traicionando a tu conciencia y a tu naturaleza.

IV. Si no te inclinas a creer en Dios, renuncia a ello

No te atormentes con la duda: nunca resolverás con tu esfuerzo intelectual una cuestión que realmente no han re­suelto jamás los demás hombres.

Vive simplemente con arreglo a la ley natural que hay gra­bada en tu corazón. Pero no te preocupes: si existe un Dios y tú no lo crees, ten por seguro que te perdonará, porque tú y tu insignifican­cia en el cosmos sólo le harán contemplarte con la ternura que a ti te inspira la debilidad de un recién nacido o la actitud desafiante de un niño.

Fortuna²... Si es que hay derecho a llamar fortuna a lo que en el principio no fue más que fuerza bruta de nuestros leja­nos antepa­sados para apro­piarse, primero de la tierra y luego del poder; bas­tándonos a nosotros, quienes pertene­cemos ya a un mundo aco­modado, una astucia mínima para hace­mos con las claves que dan acceso a las modernas formas de ri­queza y bienestar, y hasta para imponer a los demás nuestra razón...
Marzo 1991

28 diciembre 2005

Democracia y vulgaridad

Sería lamentable que con la llegada de las democracias irrumpiera también y por encima de todo la vulgaridad; que reinara lo más innoble del demos y no lo más excelso, des­pués de maldecir los rasgos execrables de dictaduras y to­talitarismos.

Porque una cosa es el derecho a la igualdad social y otra la constricción a la vulgaridad del café para todos presen­tada como consecuencia de la igualdad deseable. Aceptar sumisamente como dogma de fe que lo querido por la ma­yoría es lo mejor y más apetecible anula, o al menos enerva, precisamente la igualdad en lo sustancial a la que debe tenderse: la dignidad paritaria de todos los ciudadanos y ciudadanas, los derechos y realidad económicos equipa­rables, y sobre todo el igual trato que todos deben recibir de la ley "democrática", hasta ahora implacable con el débil y condescendiente con el poderoso.

La democracia no está para eso, para compartir vulgari­dad. La democracia no es para que las mayoría (salvo en los parlamentos, aunque también aquí la institución de la mayoría absoluta es una lacra) impongan sus preferencias que al final ni siquiera son "suyas" pues están inducidas por el mercado de todo: de la moda, del gusto, de la estética, y hasta de la ética y de las ideas. La diversidad casi infinita que existe en la Naturaleza, parece obligarnos a respetar y aun a reforzar la conveniencia de la variedad en la sociedad humana, cerrando filas y unificando sólo la igualdad entre todos para evitar la desigualdad lacerante de los recursos básicos entre personas y entre países.

Precisamente, si algún atractivo tiene la democracia liberal que aquí nos cuestionamos cada día, sería éste, el de aco­gernos al pluralismo. Mientras tengamos que soportarla, pues, no se nos prive de lo único que merece la pena en ella que es la exigua compensación que hay en el derecho a la diferencia, a lo tangencial, a la pluralidad de opciones y hasta a la excentricidad al alcance de todos. Esta sería la verdadera y única ventaja frente a los totalitarismos de Es­tado por los que apuesto (visto el imposible gobierno de los aristócratas del espíritu y los sabios, mi gobierno ideal) por­que, al precio irrelevante del uniformismo, aseguran un pa­sar vital a todos los ciudadanos ...

Son los medios, los institutos de opinión que éstos mane­jan, los periódicos, las radios, los canales de televisión -todo o casi todo organizado entre ellos- los directores de la “or­questa democrática". Los ciudadanos prácticamente care­cen de opinión propia. Ellos se la modelan. Ellos son quie­nes les dicen cuál es la opinión pública, cuáles las preferen­cias y los gustos de los ciudadanos supuestamente capta­das en encuestas y sondeos. Todo, aunque no podamos probarlo, falseándolo. Todo, preparado para lo contrario, es decir para señalarnos qué debemos elegir; lo que "debe­mos" consumir, en productos, y lo que "debemos" pensar, en ideas. Ellos, los medios en simbiosis con la publicidad, trazan el sentido global de la vida cotidiana -apeada de su influjo la religión católica- y nos indican el camino que de­bemos seguir... Así es que no "es la pasión por la igualdad (como dice la profesora de filosofía María José Villaverde) que reduce al mismo rasero a todos los individuos, que des­cabeza a lo que sobresale, lo que destaca, lo excéntrico y lo diferente, que la mayoría de los ciudadanos no tolera", sino la pasión por la vulgaridad o la estandarización inoculada por la publicidad, por la propaganda y por los medios lo que hace que los ciudadanos prefieran, toleren, gusten, menos­precien, desprecien o rehúyan cosas, simpatías, afectos, tendencias y determinaciones.

Las ideas y los gustos no pertenecen propiamente a los ciudadanos. Sondeando sus tendencias, que no es lo mismo que sus ideas y gustos, queda modelada la talla fi­nal. Pero ni los medios, ni la publicidad ni la propaganda pretenden orientar esas inclinaciones hacia la estabilidad nerviosa, hacia el bienestar íntimo y compartido, hacia emo­ciones nobles y gratificantes, sino todo lo contrario. En úl­timo o en primer término, lo organizan todo para obtener beneficio societario de la confusión y del encontronazo entre las sensaciones y los sentimientos cada vez más desvaí­dos... Los medios, la propaganda y la publicidad "confían" (o les trae sin cuidado) en que las correcciones a los excesos a que unos y otros incitan las hagan los educadores que ya están a su vez "educados" en el "no se puede hacer nada", "la vida es así...", en la resignación de las cosas como son y no en como "deberían" ser. También, en que las aborden religiones también contaminadas por excesos propios de otra clase. El Mercado carece de toda consideración hacia el consumidor. Sólo sabe de "Caja" y de poder.

No son los padres y madres; tampoco los profesores de universidad, de instituto o de colegio los que crean o dise­ñan el mapa de gustos, de modas y de preferencias. Si lo que unos y otros "recomiendan" no concuerdan con las in­citaciones de los mercados, no prosperarán más que en ca­sos puntuales de chicos y chicas perspicaces. No hay más que ver cuál es el argumento del vendedor de turno: "esto es lo que más se vende", dice escuetamente como una má­quina porque no es preciso decir más. No dice siquiera: "se vende porque es bueno". No, dice "es bueno... porque se vende". La selección no se produce por el gusto personal de cada cual, sino por la mayor insistencia en la oferta del pro­ducto y por las modas puestas en marcha por astutos gene­radores formados en las universidades del conductismo.

Pero las ideas políticas no están menos sujetas a la misma argucia. El que el Estatut o la LOE sean más o me­nos viables y aceptables depende de que se hagan oír más o menos los medios que difunden su manera de entender el uno y la otra. En todo caso, el resultado final de las opinio­nes saldrá del combate que libren entre los periodistas de una y otra tendencia, más que del debate en las Cámaras. Los políticos consultan antes con lo que dice Pedro o José. Los ciudadanos se limitan a ver y a oír. Ahí se acaba su protagonismo en la democracia. Eligen a políticos para que les representen periodistas que no han elegido, que a su vez apoyarán a políticos que a lo mejor tampoco los ciuda­danos han elegido.

De modo que quien está en las agencias publicitarias o tiene un micrófono o una cadena de cuanto más alcance mejor, tiene el dominio de las ideas y de las preferencias. La democracia liberal no es más que eso. Un foro donde los políticos, como los ciudadanos son un juguete de la publici­dad, de la propaganda y de los medios. Estos son los ver­daderos amos de la opinión en el tráfico de la opinión.

Que esto pueda tener o no solución es cuestión aparte. Pero me temo que no la tiene mientras se mantenga el dogma de que la democracia liberal es "el menos malo de los sistemas posibles, porque sólo en ella existe libertad". Otra capciosidad: la libertad la tiene sólo quien tiene fortuna, quien es autosuficiente, quien puede cambiar alegremente de residencia. Y además, los medios que se explayan a gusto y prácticamente sin freno. Véase el fenómeno de las emisoras eclesiásticas... Pero quien va dando tumbos de una colocación a otra, que es la mayoría ciudadana, no tiene libertad: está en manos de la superestructura econó­mica, de los lobbys, de los empresarios y empresas, de la publicidad y de la propaganda, y sobre todo en manos de... los medios.

Tocqueville perfiló la democracia tal como la entendemos en su obra La democracia en América. Pero no pudo llegar a intuir hasta dónde llegaría la fuerza de los medios, de la publicidad y de la propaganda porque todavía no existía la televisión y la radio, y desconocía su fuerza y la que poco después alcanzaría el periódico en el siglo XIX. Y este de­safío es el que la democracia moderna tiene ante sí, para remediarlo, para apuntalarlo o para destruir este perverso sistema que hace sociedades en las que existe la desigual­dad en cantidad y calidad suficiente como para detestarlas.

Ya sabemos que los ricos y acomodados no están dis­puestos a ceder ni un milímetro de lo conquistado o de lo retenido durante siglos. Y además ahora, han atraído como refuerzo a su causa, a los medios. Entre ambos dominan en el sistema que defienden con uñas y dientes haciéndonos creer que éste es el mejor de los mundos posibles y que todo puede mejorarse manteniendo la misma estructura. Ellos, los medios, la publicidad y sus agencias son Pan­gloss, nosotros Cándido...

Vuelvo al principio: sea como fuere, igualdad no es vulga­ridad. Y además, la igualdad deseable por todos no deberá ser nunca por abajo sino por arriba, por la distinción y hasta, si me apura, por el refinamiento en cada opción. No demos argumentos a los poderosos y a los bien educados en las formas. Igualémonos a los antiguos aristócratas, al menos en su apariencia. Evitemos uniformizarnos en la zafiedad y en la vulgaridad que lo arrollan todo, que embrutecen y nos ponen más fácilmente en manos de los que nos entontecen para convertirnos en objetos de su consumo antes de habernos diseñado como simples sujetos de consumo.


27 diciembre 2005

Dar y compartir

Estamos en unas fechas de paz y tradicionalmente fami­lia­res aunque la familia se va reduciendo cada vez más, divi­dida por la fuerza centrífuga que la libertad ejerce sobre las pare­jas cambiantes. Todo se detiene a lo largo de un par de se­manas. Todas las broncas nacionales se aparcan y las pen­dencias quedan bloqueadas. Parece que se congelasen las animosidades y las ganas de reyerta. Luego es posible vivir sin animosidad, sin animadversión y sin re­yertas... Es­tas tre­guas lo demuestran. Pero descuidemos, luego volverá la pe­lea callejera, que no el debate.

Como no conviene apartarse dema­siado de las profundi­da­des que puede haber en el interior de las ideas sociales que son las más intercambiables, diré, con Andrés Ortega, que es más fácil dar que comprar, pero también, que es más fácil dar que compartir.

Y es que el gesto de “dar” poco tiene que ver con el de com­partir. Dar, es un reacción de autoprotección o de re­mor­dimiento. Un movimiento desde el despojo directo que antes practicábamos, para devolver al despojado una ínfima parte de lo que le despojamos. La filantropía, como la cari­dad, son esto mismo y además hijas de la arrogancia y de la presunta superioridad de unos humanos sobre otros. Aun la inteligen­cia y su eventual desarrollo hasta preponderar en la socie­dad, son la consecuencia de golpes de brutalidad des­cargada en tiempo remoto sobre otros seres humanos por an­cestros.

El mercado libre que, como vemos por los mecanismos de la macroeconomía, de los aranceles, del dumping y de otras martingalas legales e ilegales que forman parte del deco­rado general en los paí­ses llamados libres en absoluto es li­bre, como tampoco lo son los ciudadanos de éstos aun­que todos los días el muhe­cín insista en ello: son, ese Mer­cado y los países que gravitan en torno a él, el concepto de "injusto" por definición. Esto se verá así -si el mundo sigue adelante, que lo dudo- dentro de otro medio siglo. La libre concurrencia es un re­sorte primitivo, una ley de la selva, por más correccio­nes que se quieran (o se finja que se quieren) intro­ducirse en él para compensar el injusto. Todo lo que no sea planifi­ca­ción económica para ajustarla a la población, es perder el tiempo simulando que se pretende justicia social.

Las materias primas hace mucho que dejaron de estar en manos de los países del primer mundo. Se están ago­tando. Lo único que pone de su parte la socie­dad civil anglosajona pu­jante a que se refiere Tocqueville en su obra capital, La democracia en América”, y que en nuestra actuali­dad sólo vive pendiente del índice bursátil Down Jones, es "inge­nio", despachos, ar­tificios, hipocresía y buena educa­ción de su­perficie para es­currir el bulto de los trabajos pe­nosos a cargo de los que re­ciben de los que en el mejor de los casos "dan". Todo eso, cuando no recurren a guerras asi­métricas de ocu­pación a lo bestia...

No se comparte dando, sino sentando a la mesa a quien se le considera tan acreedor al derecho a comer como el que nos arrogamos nosotros. Compartir no es es dar. Es un sen­timiento compensador; es un sentimiento que implica que, por efecto del azar más que por el de nuestro verda­dero es­fuerzo, nos percatamos de que nos hemos adue­ñado de algo que el otro no puede po­seer por­que es más débil que noso­tros. Si antes le despo­seímos de su comida y luego le hace­mos sen­tar a nuestra mesa, ni siquiera la compartimos exactamente con él: admi­nistramos también su comida porque nos su­po­nemos más "inteligentes" cuando sólo somos más “listos” al habernos adelantado a él con ar­gu­cias que están en el te­jido social de un sistema injusto per se, para conseguirla.

La posesión y el dominio son dos figuras jurídicas muy de­fi­nidas. Tenemos el dominio de una cosa erga omnes, frente al mundo. Pero la posesión implica exclusivamente uso y admi­nistración de esa cosa. Enseñanza ésta que imparten incluso los Padres de una Iglesia que los olvida deliberada­mente, como olvida tantas otras ópticas juiciosas porque la Iglesia Católica se ha propuesto desbarrar hasta extin­gurise. La filo­sofía que imparte la Navidad a través de la Iglesia, de los medios y de la propaganda, es la del “dar”, o la de “com­partir” a lo sumo por el tiempo de la tregua. Lo que pide ya el mundo no son gestos de caridad, ni de compasión, ni transferencias bancarias. Lo que exige la humanidad es jus­ticia social e igualdad, una resuelta voluntad igualitarista entre todos los seres humanos. Sobre esta única idea, la de la globalización de la justicia social, debieran gravitar todas las políticas del Primer Mundo, el expoliador...
27 Diciembre 2005

25 diciembre 2005

El suicidio colectivo, el último avatar

Convengamos en aceptar como premisa estos tres datos: 1º que hay un tope en la vida humana, por ejemplo 80 años, 2º que el individuo es libre, dueño de su vida, plenamente consciente y soberano sobre sus decisiones, 3º que viene al mundo con una fuerza interior que le empuja a persistir en el "ser" a través del instinto de conservación.

A la vista de estas tres condiciones, el individuo a su vez tiene cuatro opciones vitales al mismo tiempo que vive la vida ordinaria, el trabajo, etc.

Primera opción
Reforzar su instinto natural de conservación con la deci­sión de reducir, con la moderación que hay en las "buenas cos­tumbres", el proceso de oxidación biológico. Partirá de la idea de que si no cae en el exceso y lleva una vida activa, etc., podrá alcanzar la edad límite aun sabiendo también que el esfuerzo no se lo garantiza...

Segunda opción
Vivir "intensamente", vivir "a tope", favoreciendo con ello la oxidación orgánica, precipitando el proceso metabólico y dis­minuyendo las probabilidades de llegar a la edad límite. Ese individuo o confía en último término en su buena estre­lla, o le será indiferente el tiempo de vida que pueda vivir pues in­cluye en su plan prescindir de la tensión de adminis­trarla. Habrá puesto en marcha un proceso de suicidio de mayor o menor recorrido, más o menos progresivo.

Tercera opción
Por una quiebra del sentido de superviviencia y una com­bi­nación de factores genéticos y exógenos en la constitución de su personalidad estudiados por los expertos, optará por qui­tarse la vida en una decisión premeditada y repentina. Es de­cir, optará por el suicidio propiamente dicho tal como lo en­tendemos. Esta última podrá ser asimismo la culminación de las otras dos.

Cuarta opción
El individuo no se quita la vida, no se ayuda a prolongarla, pero tampoco la despilfarra: es la del que ambiciona el poder y no desea otra cosa que el poder, hasta que se ve en el trance de renunciar al propósito por causas que le su­peran. El poder lo concita todo, lo absorbe todo, lo es todo para él... Es el perfil del dictador tanto vitalicio, que lo ha lo­grado, como el ocasional en trámite constante de conver­tirse en vitalicio.

Entre humanos esto es así. Pero también entre individuos y sus colectividades en las sociedades animales. Los lem­mings son unos ratoncillos que aparecen a millones repen­tina e in­opinadamente en las tundras árticas. Pe­riódicamente grandes poblaciones de ellos se dirigen masi­vamente al mar donde mueren; quizá determinados por la memoria genética que les conduce a un lugar distante de tiempos pre­históricos ya in­existente puesto que se interpone el océano. Pero no se sabe a ciencia cierta cuál es la causa. Es prover­bial el suicidio co­lectivo de los cetáceos y, hur­gando en la vida animal, encon­tramos ca­sos semejantes en otras espe­cies.

Dicho esto, no sólo los individuos aislados, también hay so­ciedades humanas que, en relación a las cuatro opciones se­ñaladas, responden a parámetros similares en su com­porta­miento. Las sociedades guerreras son una prueba an­tropoló­gica del alto riesgo que asumen en sus expectativas vitales, muy susceptibles de dejarse arrastrar a su vez por individuos aislados. Y del mismo modo que unos individuos que amasan su fortuna para entregársela a sus descen­dientes y en ese afán agotan su interés por la riqueza, otros se niegan a tener descendencia o, teniéndola, transfieren a ella la responsabili­dad de resolver su propia existencia des­entendiéndose de hacerle legado alguno.

Hitler quería la guerra y asumía su probable destrucción arriesgándose a ello. Bush, hace otro tanto cuando se co­rona como "presidente de la guerra". Aunque en este caso su au­toprotección es mil veces mayor. No en cambio la de todo su pueblo. Bush y su pueblo oscilan entre los tipos de individuo y sociedad de la segunda y la cuarta opción vitales de las cita­das.

El "pensamiento" neoliberal norteamericano actual lo tiene planteado así. Y corporativamente, como tantos seres huma­nos en el mundo lo asumen y actúan sólo por su cuenta, ese pensamiento huero, vacío de pensamiento y re­pleto de de­predación, da muestras claras de haber plan­teado el asunto "pensando" endogámicamente o todo lo más en su propia generación y la siguiente. Los miembros de la administración yanqui pertenecen a esa clase de es­pecímenes y arrastran a su pueblo a esa fatalidad y a todos los demás con ellos.

La actitud decidida y necia de Estados Unidos de dar la es­palda a las razonables medidas propuestas por el resto de las naciones para disminuir el efecto invernadero, es una prueba irrefutable de que estamos ante un individuo suicida (el presidente) y una sociedad suicida de la segunda opción. Ante un jefe de la tribu pero también la tribu que le ha vo­tado, que sólo piensan (sin cuestionárselo) en la existencia efímera de sí mismos y un poco más, en la de sus hijos. Pero no ya en la de sus nietos a los que han cegado las puertas del fu­turo y las de una supervivencia razonable­mente feliz...

En cualquier caso gran parte de los sociobiólogos sostie­nen que el suicidio colectivo será el último avatar de la humani­dad. “América”, que contribuyó a salvar al mundo del na­zismo, reencarna el nazismo y contribuirá a ser la causa de la causa de un final infausto...

25 Diciembre 2005





22 diciembre 2005

Planificación frente a progreso sin dirección

“Sólo” la planificación podría enderezar el rumbo del mundo. Sólo la planificación económica del “tanto disponemos y tal población tenemos”, hace libres a hombres y mujeres.

Mien­tras no sea así, todo esto que viven los países occi­dentales es un ingenio para el expolio de otros ciudadanos del mismo territorio o que habitan a miles de kilómetros de dis­tancia; en realidad, una orgía de mentiras crueles, de en­ga­ños, de es­pejuelos y de una distribución forzada y forzosa de las riquezas de cada país a costa de los débiles.

Para que no digan a tontas y a locas los amantes del do­cu­mentalismo y los contradictores de turno... partamos de ci­fras, estadísticas, datos al fin; pues si no es así, en estos tiempos en que poco hay que no sea materia, las abstrac­cio­nes están cada vez más fuera de nuestro alcance inteligible...

Veamos:

1. Según el Banco Mundial, aproximadamente la mi­tad de la humanidad vive con menos de dos euros al día. (Moisés Naím-2005)

2. Las 356 personas más ricas del mundo disfrutan de una riqueza colectiva que excede a la renta anual del 40% de la humanidad. Mientras habla­mos con entusiasmo de la globa­lización, del co­mercio elec­trónico y de la revolución de las tele­comunicacio­nes, el 60% de las personas del mundo no ha hecho nunca una sola llamada tele­fónica y una ter­cera parte de la humanidad no tiene electricidad. En esta nueva era, en la que hay más y más conexio­nes económicas glo­bales, cerca de 1.000 millones de personas permanecen sin empleo o subemplea­das, 850 millones de per­sonas están desnutridas y cientos de millones de personas carecen de agua potable adecuada, o de combustible suficiente para calentar sus hogares. La mitad de la población del mundo está comple­tamente excluida de la econo­mía formal, obli­gada a trabajar en la economía ex­traoficial del trueque y la subsistencia. Otros consi­guen llegar a fin de mes en el mer­cado negro o con el crimen organi­zado. (Jeremy Rifkin-2001)

3. Un total de 674 millones de niños, alrededor de un tercio de los que nacidos en países en vías de de­sarrollo, viven en condiciones de absoluta po­breza, según el estudio Child Poverty in the De­veloping World.(2003)

4. Afirmar que sólo puede combatirse la pobreza me­diante la creación de riqueza es una contraverdad siempre utilizada como legitimación última de to­dos los comportamientos de quienes la producen: los ri­cos, personas y países. (Vidal-Beneyto-2002)

5. Si pudiésemos reducir la población mundial a una al­dea de solo 100 personas manteniendo las pro­porciones de todos los pueblos existentes en el mundo, se presentaría la si­guiente situación: 6 po­seerían el 59 % de las riquezas y las 6 serían nor­tea­mericanas; 80 vivirían en viviendas no habita­bles; 70 serían analfabetas; 50 sufrirían de malnu­trición; el 54% de la población mundial que vive con menos de dos dólares al día y el 22% cu­yos recur­sos inferiores a un dólar diario la sitúan por debajo del nivel de la pobreza ab­soluta.

6. Una de las argucias dialécticas del pensamiento único consiste en explicar que para distribuir la ri­queza antes es necesario crecer. Pero ocurre que en la mayor parte de las ocasiones por muy bien que vaya la economía nunca llega el momento de la redistribución. (Joaquín Estefanía)

7. En España aproximadamente un 20% de la pobla­ción vive por debajo del umbral de la pobreza, mar­cado en el 50% de la renta media nacio­nal. Con­sejo Económico y Social (CES)-2001

8. Unos 160.000 menores madrileños, un 14% del to­tal, viven en la pobreza, según el estudio Menores en guetos de infra­vivienda. Edis de investigación sociológica para el defensor del menor-2001

9. España queda en las estadísticas a la cola en gene­rosidad con los más pobres.

¡A qué seguir!...

El "progreso" no es cosa de los más inteligentes. Ni si­quiera de los más audaces. Es de los inquietos, de los des­aprensi­vos, y a menudo también de los arrepentidos, de los renega­dos y de los ociosos hartos de ocio. Hace mucho más daño la ociosidad, causa más o me­nos remota de la perversión, que la maldad a secas. La prueba es que los descubrimientos in­esperados y los in­ventos de científicos, de brujos o de botica­rios, de profesio­nales o aficionados, pa­cienzudos, -los "inteli­gentes"- son utili­zados inmediatamente por otros -los listos- para obtener pro­vecho en principio sólo personal y casi siem­pre para fines muy diferentes de las aplica­ciones que la in­tención del inventor y el pro­pio descubrimiento sugieren... La idea primigenia es colosal. Pero su aplicación ya no tanto. Luego ocurre que si hace "fortuna", los países se empeñan en ella aunque no sea extensible o sólo útil para unos cuan­tos, y si no hace “for­tuna”, aunque sea provechosa para mu­chos o para el gé­nero humano, se abandona. El mercado es así. Ese es el li­bre mercado abandonado a su suerte en la que medra no el inteligente ni el que se gana el pan a base de sudor, sino el listo eterno...

Con la política -en el reverso de la materialidad del ar­te­facto- sucede lo mismo. El "invento" es la Revolución, y los inventores de ésta, los Enciclopedistas franceses. Napo­león, el “técnico”, se propone extenderla bajo la excusa de llevar a todas partes el espíritu revolucionario, y de él la li­bertad sobre todo (como hoy Bush), a lo largo y ancho de Europa, tras in­contables campañas con centenares de miles o millones de muertes y de sufrimiento. Antes, el "descubri­dor" fue Colón, Colom o Colombo. Tras él, los "técnicos" abren camino a los genocidios en las Nuevas Tierras. Nobel descubre la pól­vora, Oppenheimer fusiona el átomo con es­peranzas grandiosas puestas en ambos descubrimientos. Inmediatamente llegaron a ellos los lis­tos, y ya sabemos para qué sirven ambos in­ventos...

Decía al principio que sólo la planificación económica, sin li­bertad de mercado, nos hace libres. No sólo porque es lo más racional no dejar al albur del mercado la suerte de cada ser humano, sino porque los motivos de endeudamiento de las naciones están invertidos también con la racionalidad en la mano. Las naciones del Tercer Mundo endeudadas con las del Primero son en realidad, sin los artificios de la conta­bili­dad, sus acreedoras. Todo el ingenio de los países occi­den­tales más "ricos" consiste en lo siguiente: siendo por defecto muy pobres en materias primas, primero mantienen el artilu­gio primitivo del Mercado y luego se adue­ñan de ellas apoya­dos por sus ejércitos. Así es que su único mérito, que en el siglo XXI es un demérito, es que sus abundantes listos (los zánganos de la colmena) no tienen màs que limi­tarse a cose­char cerebros inteligentes (científi­cos y técni­cos) que las transforman. Ademàs esto lo idean y sostienen sólo los paí­ses punteros, porque otros que forman parte del método con­tribuyen sólo a reforzarlo.En esta sim­ple ecua­ción estriba todo el bombo y todo el autobombo oc­cidental... ¿Esto es in­teligencia? ¿No será más bien zoolo­gía pura de zorras y car­niceros?

También hablaba de que hoy las atrocidades cometidas para expandir la democracia pretenden justificarse en la li­bertad que, dicen, lleva aparejada; como antaño la Revolu­ción y antes la evangelización pretendían justificar las suyas por la expansión de su tríptico la primera y la del reino de Dios la segunda. Hoy se habla (incluso lo hacen gentes de presunta buena fe, como Joseph S. Nye), de "salvar políticamente" a ese país asiá­tico que hubo de sufrir a un tirano durante más de quince años. Se habla de "salvar" a otras naciones de las garras de quien sea, simplemente porque los presidentes norteameri­canos, desde Roosvelt hasta George W. Bush, como el Na­poleón que termina coronado por sí mismo em­perador, se propusieron la penetración fálica del invento de la democra­cia moderna del barón de Montequieu, en países que tienen pe­tróleo y mediante millones de asesinatos. Bien. Pero todo para descubrir al final del proceso, los que vivimos en de­mo­cracia a la americana, que la libertad ciu­dadana va a pa­rar a manos de la dictadura de los medios, de las mafias de toda la calaña, del crimen más o menos organizado y de grupos fi­nancieros mundiales y nacionales que son los que verdade­ramente nos gobiernan. ¿Podemos considerar que es la "in­teligencia" humana la promotora del "progreso" que, en el caso de tener que celebrarlo, sólo al­canza a un tercio de la humanidad y es además suficiente para destruir, como lo está haciendo, la biosfera?

Inteligencia y listeza, seres inteligentes y espabilados. Esta es la dicotomía en la que la humanidad se desenvuelve desde que inventó el fuego y la yesca, la azada, el arado, el tractor y la cosechadora.

En todo caso, hablemos de inteligencias benefactoras y de listezas por definición anodinas o destructoras. Pero me niego a tener al "ser humano" por "inteligente" de un plu­mazo, sin más. Por "inteligente" no tengo, jamás, al "ser humano" que gobierna el mundo. Lo gobiernan mutantes, lo gobiernan los necios, los ambiciosos, los charlatanes y los sumisos a otros que gobiernan más lejos. En cualquier caso, la diferen­cia entre el ave que vuela por sí misma y el humano que lo hace con prótesis, es que el ave no se jacta, mientras que el humano, víctima de su jactancia, es capaz de inmolar a la mayor parte de los miembros de su propia sociedad...

Es probable que el lector vea en estas afirmaciones una distorsión de la realidad. Pero eso es porque todos estamos sumidos en el embeleco de unos valores materiales e incor­póreos asociados al progreso, que nos nublan el entendi­miento virginal. No podemos concebir fácilmente otra cosa diferente de la que tenemos delante, a nuestra vista y prefe­rentemente tangible. Todo lo que no sea eso exige imagina­ción que sólo aplicamos a duras penas ya a la literatura de­cadente, y a raudales a la ficción desbordada de argumen­tos espaciales.

Nos es imposible idear otro mundo sin móviles, sin co­ches, sin videojuegos, sin lavadoras, sin aviones, sin trenes, sin te­levisión. Para calibrar hasta qué punto el occidental vive apri­sionado no ya por la disponibilidad de agua potable a manos llenas o por el climatizador, sino por la red hipnóp­tica que la tecnología le ha tendido, no tenemos más que pensar en qué sería -será- de cada individuo occidental si de repente se viera privado de todo o de "algo" de todo eso que sostiene a la civilización occidental y que llamamos "progreso".Y lo cierto es que sucederá por falta de energía en el momento "opor­tuno"...

Pero si hablamos de las libertades políticas y formales que parecen constituir el núcleo del Bien máximo moral, debe te­nerse en cuenta que cuando no es porque el individuo no puede "hablar de lo suyo" porque es miembro de las fuerzas de seguridad, es porque pertenece a una cadena de empre­sas; y cuando no, es porque es militante de un partido; y cuando no, porque es miembro de una religión; y cuando no, porque quien controla verdaderamente el pueblo donde vive es otro distinto de quien lo aparenta; y cuando no, por­que si lleva su caso al juez, éste es de esta o aquella ideo­logía; y cuando no... Por cierto ¿a qué obedece si no en este último caso el instituto jurídico del "secreto de sumario" relacionado con la asimetría en el trato y beneficios del pro­greso tanto material como moral y político, sino para prote­ger con mayo­res garantías a la clase dominante?

Si medimos el cuanto de libertad que la tela de araña nos reporta, veremos enseguida que se reduce a nuestra es­tricta intimidad y a engordar la ilusión de que la disfrutamos porque "podemos" hacer ruido desde un colectivo donde los acuer­dos al final los toman dos o tres listillos que suelen estar hechos de la misma pasta que el resto del Poder ofi­cial...

El caso es que, siendo la libertad política el producto que más se vende en las democracias, la mayoría debe confor­marse con la libertad interior. Y para ese viaje de la libertad interior que podemos tener hasta en la cárcel, no hacían falta las alforjas de este aparatoso y costoso, humanística­mente hablando, tinglado que sirve para entregar nuestra li­bertad real a unos administradores únicos que son los me­dios -los más libres para sí y para sus causas- y el terrible poder finan­ciero.

Lo único que hace grandes a las sociedades y quienes las gobiernan, es que todos los individuos dispongan de lo in­dis­pensable para vivir con dignidad sin depender de la vo­luntad de otro. A partir de ahí, estaríamos dispuestos a tole­rar el li­bre mercado y el lema. A partir de ahí ¡adelante la li­bre con­currencia!

Si no es así, el individuo que no forma parte estrecha de al­guno de los poderes institucionales o de los poderes fácti­cos, ni tiene libertad, ni tiene independencia, ni tiene digni­dad aunque por necedad o porque no tiene más remedio se en­gañe a sí mismo y lo considere así. Y para darse cuenta, sólo tiene que esperar cada puerco que le llegue su san­martín...

Repito lo dicho en la introducción, no sea que se nos ol­vide por efecto del martillo pilón con que nos modelan el seso y nos tallan la conciencia: sólo la planificación econó­mica del tanto disponemos y tanta población tenemos, hace verdade­ramente libres a los seres humanos de cualquier condición, inteligencia y raza. Lo demás es permitir que la sociedad humana se rija por el rasgo más primitivo existente en el Re­ino animal: la depredación que le está, además, conduciendo al esperpento de que se está devorando a sí mismo.

21 diciembre 2005

La codicia como patología y la libertad como señuelo

Hay numerosas facetas del ser humano, aislada o colecti­va­mente considerado, en las que su condición perversa y brutali­dad congénita cobran la máxima expre­sión. Pero hay un rasgo atávico o an­cestral desde que Caín mató a su her­mano infini­tamente más devastador que, por ejemplo, ese ta­baquismo que los poderes públicos intentan erradicar de la sociedad oc­ciden­tal para proteger, dicen, al no fu­mante y evitar cuantiosos gas­tos sa­nitarios. Otra de las necedades de la sociedad, pues el presunto ahorro luego lo recondu­cen a comprar masiva­mente armas des­tinadas a destruir vida o al pudridero. Pues bien ese rasgo de­vastador es, la codicia.

La codicia, con la otra lacra, la soberbia, metaforizada en la rebeldía de Luzbel que quiso igualarse al Dios y éste le arrojó a las Tinieblas, es el defecto capital del ser humano que hoy al­canza la proporción del monstruo goyesco en in­dividuos y gru­pos concretos dominantes de la sociedad oc­ciden­tal. Es el defecto social por an­tonomasia, pues no sólo se daña el indi­vi­duo que no la reprime como daña toda pa­sión, que eso se­ría su problema, sino que arrolla irrever­si­blemente a los de­más. Es que las conse­cuencias irrepara­bles de la codicia re­caen en gran parte de la especie humana, infec­tándolo todo y as­fixiando sin remedio a la bios­fera que nos da cobijo. Se lo­caliza el foco de la codicia en pueblos que se pavonean de “disfrutar” de regímenes de liber­tad. De una li­bertad concre­tada princi­palmente en los abusos que seres humanos que copan el po­der econó­mico, el fi­nanciero y el político ejercen de consuno sobre otros se­res huma­nos –como siempre fue. Pero en este tiempo, vio­lando además a la Natu­raleza. Todo, amparado en la lega­li­dad lla­mada engola­damente de­mo­crática...

Sucede todo ello, mientras el so­cialismo real allá donde se encuentra in­tenta refre­nar de raíz la codicia ins­tituída. Pues sabe bien hasta qué ex­tremos puede llegar ésta cuando na­die le pone bridas eficaces y despliega su máxima fie­reza destruc­tiva, que es lo que ocurre como nunca desde hace unos años a esta parte. Tiene más poten­cia esa codicia de los últimos tiempos, que miles y miles de bombas atómi­cas. Un de­fecto social, en fin, que el "nuevo" sistema de pen­sa­miento des­provisto de pensa­miento que es el neo­libera­lismo finan­ciero, está poten­ciando hasta niveles freno­páticos y conduciendo pro­gresi­va­mente a los principales dirigentes del mundo a la pér­dida general de la razón.

No se trata de la teoría de que el ego­ísmo primario indivi­dual, esto es, el instinto de conserva­ción no deba prevale­cer en la jungla humana. Se trata de que unos cerebros per­verti­dos han entronizado el egoísmo total y radical del grupo. Se trata de que la locura en forma de codicia com­pulsiva ha en­trado en el cuerpo de gentes que poseen toda la fuerza bruta institucional y se han adueñado del timón de la superpotencia que no tiene ri­vales. Justificándolo como "lo más natural" a tra­vés de parti­dos políticos y partidos vir­tualmente úni­cos en forma de lob­bies gigantescos que le hacen exten­derse como una hidra, la codicia se mueve como un proto­zoo que devora a sus iguales al tiempo que se devora a sí mismo.

La codicia de siempre, presente sin remisión en el indivi­dua­lismo extremo de siempre, denigrada, motejada y des­pre­ciada en la literatura clásica y por las éticas de todos los tiempos, ha irrumpido con una fuerza inusitada en el mundo a través de la filosofía feroz depredadora de la adminis­tra­ción esta­dou­ni­dense. Y, como no podía ser de otro modo, Es­paña, país tan sobrado de vitalidad como falto de carácter donde las verda­deras inteligencias deben cui­dar de no bri­llar demasiado para no sumir cada equis tiempo en el caos al país entero; donde sólo fal­taba que le diera alguien el pisto­letazo de salida a la li­bertad des­pués de me­dio siglo de dicta­dura, se ha engan­chado el pri­mero a la filo­sofía de la codicia ex­trema sin con­trol...

La codicia hace más daño a la comunidad humana que todo lo demás. Es más perniciosa que todas las drogas restantes convencionales juntas. Los narcóti­cos, desde el tabaco pa­sando por el alcohol hasta la coca que masca el andino y las drogas de diseño son productos que de uno u otro modo for­man parte de toda cultura y han existido siem­pre. Incluso pue­den considerarse deseables, pues es lo único que a mu­chos les permite afrontar la vida con más calma por más que puedan acor­tarla. Pero no dañan a la colectivi­dad. La codicia en cam­bio implica a todos, y todos sufrimos las consecuen­cias de su polución. La codicia pro­mueve guerras de expolio (al final to­das lo son), asesinatos a la luz del día o en las som­bras, des­pidos laborales, dra­máticas rupturas familiares, enemistades gravísimas y suici­dios en proporciones que ma­rean. La codicia está con­du­ciendo al mundo, al planeta como organismo vivo que es a un de­sastre espectacular y silen­cioso. No es proba­ble que ningún Dios decidiera en el de­curso de su Creación que la sociedad humana debiera ser tan libre como se supone fue creado el hombre para serlo. Y digo esto porque siempre los creacionistas fueron los deconstructores, y hoy, los devasta­dores...

Lo malo, lo peor es que quienes no han participado de los excesos y se han mantenido en los límites del equilibrio in­dis­pensable, que han cuidado su hábitat, al final su casa, la natu­raleza, también se verán arrastrados por la estulticia de los co­diciosos que generalmente se permiten serlo porque están ar­mados hasta los dientes. Alguien me decía hace poco que el ser humano, como miembro de la especie zoo­ló­gica “superior”, tiene toda la ca­pacidad para sobrevivir. Claro que sí si por ser humano te­nemos sólo a una parte de la tribu. Si así sólo consi­deramos a una parte de la pobla­ción mundial espar­cida por el globo o localizada en cada país como la mejor pertre­chada en todo. Pero en todo caso el ser humano es tan necio que tam­bién es capaz de preci­pitarse al fondo de un pantano por el peso del oro que lleva encima, antes de desprenderse de él...

Cada vez escasea más el agua potable. Cada vez merma la energía capaz de abastecer a las multitudinarias pobla­ciones de occi­dente... Y sin embargo he ahí el afán ciego de nume­ro­sos gobiernos locales de todas partes por construir, por talar, por hollar zonas hasta ahora protegidas pasando si es preciso por encima del cadáver de los que se re­sisten a la atrocidad. Estará calificada como reserva o no urbani­za­ble una demarcación, pero ahí están los carroñeros al ace­cho para dar mañana un salto al poder, democrático eso sí, y abrir la veda. He ahí la brutal acometida que sufren nume­ro­sos eco­siste­mas, por cons­truir. He ahí los infinitos incen­dios para el mismo fin. He ahí la in­dustria automovilística que no cede ni un milímetro de marcha atrás; ni siquiera para acogerse a las op­ciones al­ternativas del hidrógeno y similares que muevan los coches salidos por mi­riadas de sus fábricas infinitas...

He ahí todo eso junto que está solidificando la at­mós­fera y evacuando lo evapora­do de los océanos en me­teoros to­rren­ciales que a su vez devastan cultivos y cose­chas que se hacen cada vez más im­posibles... He ahí que el trastorno cli­mático nos está lle­vando al princi­pio del fin... Y todo, ¡en nombre de la Liber­tad! Y todo, en nombre de una libertad violada cual pobre ra­mera por los proxenetas más ruines y humilladores en prove­cho propio: los que pertenecen al po­der financiero asociado a su vez al poder político, y ambos al poder mediá­tico. Para eso nos venden continuamente li­bertad que a duras penas pode­mos sentir más que tras la pan­carta y en protes­tas siempre a punto de represión por las porras, los gases y la reclusión ordenada por los jue­ces,, y con frecuencia tam­bién por críme­nes oscu­ros o inexplica­bles cuya investigación ense­guida se entierra.

Por eso odiaban antes tanto a la extinta Unión Soviética. Y por eso persiguen siempre con tanto encono a Castro, y ahora también a Chá­vez como inmediatamente empezarán a perse­guir a Evo Morales.

Vista la voluminosa documenta­ción y vistos tan­tos hechos, unos espantosos y otros en apariencia desprovistos de todo significado, el diagnóstico antropológico está, en mi conside­ración, configurado: el cana­llismo mundial de dirigentes gu­ber­na­mentales y locales de toda la calaña, que venden en el mer­cado humano la li­bertad cuando es simplemente oro­pel, ha secues­trado la li­ber­tad sólo para sí. Y no sólo para ahí la cosa. También para fa­cilitarse la ejecución en diversas for­mas del crimen or­ganizado legalmente, aunque incidenta­mente puedan pre­sentarse a dar cí­nica cuenta de sus atro­cidades ante parla­mentos y jueces con­sentidores que hacen causa común con ellos. Todos ellos, en estas democracias de cartón que ya van pen­diente abajo, son de la misma ra­lea...

La ilusión de libertad y la materialidad de la codicia son las dos caras de la misma moneda con la que la sociedad occi­dental está comprando su fosa.

20 Diciembre 2005




15 diciembre 2005

Los Nobel, los Medios y el mundo

Creo llegado el momento de evitar la perí­frasis y los eufe­mismos, esto es, lo que vulgarmente se llama paños ca­lientes, sobre La Gran Mentira anglosajona relacionada con dos países asiáticos masacrados...

Nadie, y menos si tiene responsabilidades públicas, debi­era dejarse vencer por la abulia de pasar página. Ahora que el mundo entero ya sabe por pruebas fehacientes y no cir­cunstanciales lo que sucedió y por qué sucedió, lo que su­cede y por qué sucede, tiene sobre el tapete la Comuni­dad Internacional el deber de tomar cartas en el asunto y aco­rralar a un grupo de hombres y mujeres sanguinarios, res­ponsables directos de los crímenes que se vienen come­tiendo directa­mente y a las claras desde hace cuatro años en dos países que estaban desarmados...

Aunque desde el primer momento no pudo haber quien -la prensa local e internacional, cada en uno en su casa frente al televisor y con su fuero interno- no "supiese" que la inva­sión primera había contado con el visto bueno de una ONU bajo presión, y que la segunda de Irak estaba basada en la burda men­tira de un mentiroso compulsivo... Aunque el mismo Solana, Mr. Pesc, refrendaba con estúpido e hipnóp­tico en­tusiasmo la estúpida interpretación de un Colin Po­well que por efecto narcotizante del deseo obsceno y per­ver­tido confundía, en unas presuntas fotogra­fías aéreas, instalaciones de armas de destruc­ción masiva con unas cuantas manchas... Dando lugar ambas invasio­nes a pen­sar, a quien no hubiese perdido la vista, el entendimiento o el juicio que la muerte atroz de inconta­bles mujeres, ancia­nos y niños que estábamos presenciando en nuestras pan­tallas eran producto del mercado negro político, del cri­men organizado de dos Estados anglosajones y de un precoci­nado insoportable de motivos inventados, todos los paí­ses occidentales consintieron o celebraron la ignominia. Y los periódicos, en lugar de atronar al mundo con editoriales enér­gicamente con­denatorios, se frotaron las manos dán­donos relatos novelescos y noti­cia de otro holocausto histó­rico como si se tratase de un ci­clón o de un te­rremoto con los que la Naturaleza nos obsequiaba de repente; es decir, como algo irremediable.

Los Premios Nobel de Literatura, Pinter, y de la Paz, Mo­hamed El Baradei, han señalado con el índice acusador, sin ambajes, quiénes son los responsables de esos genocidios. Si tienen algún sentido esos premios y no son condecora­ciones al buen tun tun; si los laureados tienen méritos e in­teligencia bastante para prestárseles atención, el mundo entero debiera sentir la obligación de destronar inmediata­mente a los imposto­res y sus compinches. Pero no lo hará. Por eso a cierta edad y con la sensibilidad justa, se llega a altí­simas dosis de escepticismo pero también de rabia...

Que las cosas a efectos informativos y comunicativos no han cambiado sustancialmente lo prueban, además de otros muchos gestos, ciertas expresiones mediáti­cas. Por ejem­plo, cuando se trata de un país "del montón" que no acepta ciertas condiciones más o menos consen­suadas por las potencias, la prensa y los medios en general siguen ape­lando a la expresión: "... tal país, "desa­fiando a la Comuni­dad Internacional", hace o dice esto o lo otro. Mientras que en tantas cuestiones gravísimas en las que Estados Unidos sigue ejerciendo su política belicista y amenazante a su an­tojo y al margen de la Comunidad Inter­nacional -tenencia masiva de armas de destrucción masiva y nucleares, el no re­conocimiento de la Corte Penal Internacional ni de la Con­vención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, la imposi­ción unilateral de la inmunidad para sus soldados, el des­precio de los Protocolos sobre el clima, etc-, los medios despachan la redacción de la noticia si fueran travesuras de simpáticos desalmados con un "Estados Unidos se opone"... Ello, en sí mismo, parece una cobarde vileza. Y más teniendo en cuenta que quienes en redacciones y agencias dan forma a los giros y titulares, son periodistas anónimos que cumplen órdenes también anónimas.

A los medios les trae sin cuidado que estas actitudes le­vanten ronchas de indignación en media ciudadanía, que pi­soteen sus propios libros de estilo que acaban siendo papel mojado decorativo, que el mundo acreciente su odio hacia el país canalla, pero también su desconfianza y rechazo de la prensa y de los medios.

Prensa y medios tienen una parte sustancial de culpa de las barbaridades y transgresiones cometidas en el mundo a escala tanto local como planetaria por el imperio anglosajón. Es más, hay quien puede hasta pensar que es sólo suya. Pues de haber dado el alto a su tiempo a los impostores que recurrieron a burdísimas excusas, quizá el curso de la his­to­ria hubiese sido otro. Sin embargo no sólo no fue así, sino que la administración facinerosa y hitleriana hubo de contar desde el principio con un estado de opinión muy favorable. Y los estados de opinión los generan los medios. Que nadie se llame a engaño. Sin embargo, su parcialidad en contra del sentido común, del pacifismo y de la ética tradicional hizo y sigue haciendo estragos. Bien por colaboracionismo en toda regla bien por esa omisión indigna e indignante de mirar a otra parte. Puesto que vivimos tiempos desde la se­gunda guerra mundial en que quien domina la propaganda y los medios domina el mundo, a la Prensa global hacemos cul­pable por ser causa de la causa del mal causado.

Esto no es un asunto de derechas e izquierdas, de anar­cos y demócratas, de libertarios y autoritaristas. Esto es una cuestión que distingue y separa a la gente de bien de a los canallas, a los pusilánimes panzistas de los humanistas...

Este suelto de la Réseau Voltaire que reproduzco a conti­nuación refrenda lo que vengo denunciando desde el día si­guiente a la puesta en escena de La Gran Mentira. El ejem­plar de anteayer dice así:

"La Prensa estadounidense trabaja en gran parte para el poder. Por Mark Crispin Miller*

Los grandes medios de comunicación en EEUU, sean prensa escrita, radial o audiovisual se han alineado con el poder político. Este fenómeno nuevo en este siglo por su dimensión, se debe sobre todo a que la gran prensa -que al final son empresas comerciales trabajando con la informa­ción-, hayan dado prioridad a su interés económico, donde tienen más que ganar financieramente que defendiendo la libertad de expresión e informando a la ciudadanía. En esta alianza pervertida, con el capital multinacional y el poder político que abona el terreno, los grandes medios han esco­gido su campo. La historia de un escritor norteamericano fa­llecido nos revela cómo funciona este sistema". Y pasa luego a referir la muerte de ese escritor, el periodista esta­dounidense James Hatfield, que comenzó a redactar su libro “El Nerón del Siglo XXI, George W. Bush presidente, y apa­reció muerto en un hotel por una dosis de barbitúricos. (Ver Red Voltaire 12 dic.). Fin del escritor, que evoca al instante una de esas órdenes históricas como las que en la anti­gua Roma reci­bían los enemigos del imperio "distinguidos" por el empera­dor, o los militares que por el mismo motivo las reci­bía del Führer para que se diesen un pistoletazo en la sien. Así es­tán las cosas.

Así es que al igual que Azaña decía que apoderándose de una conciencia la Iglesia católica se apoderaba de la for­tuna que la albergaba, apoderándose el poder polí­tico de los medios se puede hacer, y de hecho se esta haciendo, dueño del mundo. Sólo con el titánico desafío de dar la es­palda a los medios ordinarios, tendremos alguna esperan­za de cambiar el mundo. En ellos se aloja el autético Mal aun­que sea volátil y exista enrare­cido.

10 diciembre 2005

Los nuevos predicadores


Los nuevos predicadores

10 Diciembre 2005

La Iglesia Católica (o el Vaticano, según éste prefiera), asu­mió sin que nadie se lo pidiera durante siglos y siglos la res­ponsa­bilidad de diseminar la (su) cultura por buena parte del mundo; responsabilidad, por cierto, que terca­mente quiere se­guir asumiendo en España. Pero la difusión de los bienes del espíritu y el encanta­miento que durante casi dos milenios pueda producirnos el Evan­gelio, no sólo nos ha lle­gado por dulcísi­mas enseñanzas. Caló a lo largo de gene­ra­ciones y ge­neraciones, más por métodos prestados del sos­pechoso arte de la guerra, del tremendismo y del ejerci­cio del despo­tismo, que de la heurís­tica y de la persuasión ra­cional. Para llegar al alma del re­baño, se ha dirigido siempre directa­mente la Igle­sia Católica a través de intensos efec­tismos sin conce­sión al­guna a la ra­ciona­lidad pese a resal­tar constantemente en sus prédi­cas a los desti­natarios su condición de racionales a diferencia de la bestia(?).

Para atraer a su causa a los espí­ritus, defor­mándolos, se va­lió de las técnicas del “a san­gre y fuego”, de las Cru­za­das, de oscu­rantis­mos y de la infame Inquisi­ción que ha du­rado casi hasta ayer. En Europa y en el Nuevo Mundo. Ma­niobras y méto­dos que han llegado remodeladas a la teo­cracia de un fin­gido ex alcohólico de América y a las cárce­les visi­bles e invi­si­bles de las Cias donde el horror es abso­luta­mente ineficaz, pues los torturadores saben bien de ante­mano que las torturas no conseguirán de los tortura­dos que les lleve a parte alguna puesto que esa parte no existe...

Bueno, digamos que todo aquello acabó aunque aún que­dan rescoldos en re­presentantes suyos o del cielo en al­gu­na que otra parte del mundo y en España, del cómo se las gasta la Cató­lica Igle­sia. Pero a pe­sar de haber pasado su existencia pre­su­miendo de im­pere­cedera, hay mu­chas se­ñales de que “la Iglesia” se está des­plo­mando con es­tré­pito. Y es, entre otras muchas cosas, por no querer ceñirse al estricto marco de la espi­ritualidad, que es el criterio tenaz­mente inteli­gente mantenido tanto por el lute­ranismo como por todas las igle­sias re­forma­das europeas...

La inoculación de los evangelios en la sociedad, gracias en buena medida a la eficacia de manos de hierro descar­gadas con guante de más o menos terciopelo; adobada con la violenta­ción moral de masas y per­so­nas sencillas; y sobre todo, acompañada de la adecuada talla a cincel de las con­ciencias, ha perdido considera­ble virulencia. “La Iglesia”, no sé si para bien o para mal, es un astro que ostensiblemente se va apagando poco a poco. Es posible que haya mu­cho que agra­decer a la Igle­sia Católica en materia de cul­tura, de in­genuidad, de con­suelo y de espe­ranza. Pero hace tiempo que el racioci­nio ti­raniza a la humani­dad occidental, y más aún a la española que viene su­friendo ya demasiado tiempo su pretenciosidad. Se extiende y se presiente la perentoria ne­ce­si­dad de agradecer a la Iglesia Cató­lica los servicios prestados -los prestados de buena fe-, para pasar definiti­vamente a otra cosa sin tener que contar con ella. Y es que, como el capitán del bu­que en riesgo de nau­fra­gio ordena arro­jar por la borda el lastre, el capitán de nuestra ra­zón, nues­tra conciencia, nos exige pres­cindir para siem­pre de sus extravagancias y de sus permanentes contradicciones que causan más perturbaciones que solaz.

Nos encontramos en los albores del siglo XXI, en el siglo de las Nuevas Luces que podría llamarse de los Leds. Si­glo en el que ya no hay quien soporte de buen grado las pa­tra­ñas. Y aquél que sucumbe a la tentación de recurrir a ellas, tarde o tem­prano acaba atra­pado en su pro­pia red. El mundo no ten­drá otro re­me­dio que resistir la amenaza de toda clase de em­baucamientos e impostu­ras, sobre todo si vienen pre­cedidas de la fuerza bruta. Pero a diferencia de lo que suce­dió en otros tiempos, es­pera ahora con pa­ciencia oriental la caída de los ídolos e impostores que acaba pro­ducién­dose...

Bien. Aquellos predicadores de sotana, de alzacuello o pur­pura­dos ya no cuentan. Otros predicadores se han insta­lado en su si­tial: ¡los medios! Los medios son los templos solemnes de la modernidad, y los periodistas sus Sumos Sa­cer­dotes. Y así como antes era la clase sacerdotal la dueña, hoy es la clase periodista la que ha expulsado a los charlata­nes de sus púlpi­tos y se va apoderando de las con­ciencias aún tiernas en España que los otros trajinaron. Nos alivia no tener que for­cejear ya con la ra­zón para hacer frente al ab­surdo, como an­tes nos obligaba la Iglesia Cató­lica en nuestro fuero interno. Menos mal. Pero ahora, atem­perada con al­gunas dosis de comprensi­ble pragmatismo, es la ra­zón pura la que tiene que vér­selas con la ra­zón ul­tra­práctica en mu­chos aspectos mise­rable de otros dominado­res, y cómo no también del perio­dismo. Pues así como an­tes la Iglesia Cató­lica se aliaba al po­der po­lítico y éste a su vez con el militar, hoy el pe­riodismo se alía con par­celas de am­bos, y sobre todo con el poder publici­tario que los am­para a todos. El Po­der Publi­citario: alfa y omega de la ca­dena tró­fica de la de­preda­ción social...

Bajo la convención o la excusa de un deber de información que se impuso a sí mismo el periodismo como la Iglesia Ca­tó­lica en otros siglos se creyó en el deber de catequizarnos, el po­der periodístico predica so­bre todo lo divino y humano. Sea sobre los com­porta­mientos y ges­tos po­líticos, sea so­bre ini­ciativas o quisicosas de la so­ciedad del "co­razón", de la realeza, la econo­mía, la vio­lencia do­més­tica, la buena y mala educación o el Arte; sea sobre mo­ral y ética reli­giosa, comercial, ma­trimo­nial o pedagó­gica... so­bre todo se cree con el derecho y el deber de pro­nunciarse y pontificar. Des­pués, eso sí, de informar. Es de­cir, dispone de las fuentes del conocimiento de las cosas, y luego pasa a interpretarlas. Lo hace todo. Como los otros nos trajeron los evangelios y decían cómo “debemos” en­tenderlos, los pe­riodistas punte­ros -bajo la atenta vigi­lan­cia del otro po­der os­curo aque me refería antes, el publi­cita­rio- son los ver­daderos amos de la sociedad, de los Estados, de los go­bier­nos, de la Histo­ria pasada y del fu­turo. Y todo, como el que no quiere la cosa. Y, como la ortodoxia católica, apenas si nos dejan libertad de con­ciencia los “media” en todo lo que ellos to­can que es virtualmente todo. Sin metáforas. El Cuarto Po­der es hoy el Primero, a la par que lo es la diosa Pu­blicidad en la sombra.

¿Que hemos "ganado" en libertades públicas en Occi­dente y el periodismo ha podido contribuir a ello? No se duda. Lo que ahora nos queda por despejar en cada uno de los avata­res de la vida local, nacional e internacio­nal es hasta dónde nos per­mi­tirá llegar la Nueva Iglesia del Pe­rio­dismo, martillo de las nuevas heterodoxias del recién estre­nado milenio, en nuestras pesqui­sas y en los ra­zonamientos al margen de los suyos o enfrentados a los suyos. También, hasta dónde dejará llegar al espíritu ge­neral de los medios alternativos y los contra­medios, donde ellos están pug­nando también por introducir su catecismo, sus libros de estilo y las reglas de juego. El periodismo al uso, es la Iglesia profana y laica por antonomasia para el siglo XXI.