30 noviembre 2006

La discrepancia y el silencio

En este país los que más dicen amar la paz son los mis­mos que la hacen imposible. Disfrutan con la confrontación, con la discrepancia y con el permanente "no estoy de acuerdo". Po­dría­mos decir que casi todo lo referente a la vida pública –pero también la privada- descansa en esa sin­gular diver­sión. Como si fuera aburrido conciliar. Como si unos fueran ab­so­lutamente inteligentes y otros absolu­ta­mente tontos. No es posible ver de otra manera este asunto cuando las posi­ciones de las partes son siempre tan dispa­res aunque estén levan­tadas a menudo sobre el vacío o so­bre la nada. Pa­rece que sólo por la disidencia y por la pen­dencia las cosas pueden crecer hacia algo mejor. Como si por el mero hecho de vivir en democracia y de tener libertad de expresión fuese precep­tivo ejercerla y practicar la disen­sión.

En todo caso, una cosa es discrepar "razonablemente", y otra dis­crepar negando evidencias, inventando hechos, di­chos o circunstan­cias que no existieron, o discrepar por dis­crepar, es decir, hablar por hablar. Esto en la so­ciedad es­pañola es moneda de uso común. Se aburren las gentes en­rique­ciendo, implementando o matizando con las suyas y con sus puntos de vista, las verdades del oponente al que convier­ten automáticamente más que en antagonista, en ene­migo.

Este amor por la disensión proviene de diversas causas. Unas ve­ces es consecuencia simplemente del carác­ter per­sonal aunque el ca­rácter es a su vez en buena medida pro­ducto de la educa­ción y de la cuna. Otras ve­ces es fruto de la con­taminación mental: unos emponzoñan a otros. Otras depende del tipo de economía de base de cada cual, pues no es lo mismo tener las espaldas cubiertas dependiendo de un sueldo fijo y seguro aunque sea corto, que buscarse la vida un día tras otro o sólo pensar en medrar a base del “pelotazo”. Otras, de la clase de empleo, pues no es lo mismo des­empeñar una ocupación alienante asociada fre­cuente­mente en esta sociedad ultra­ca­pitalista al engaño o a la habilidad para se­ducir, que componer música, pintar o escribir aunque no se gane un duro... Otras veces, en fin, depende del estado de ánimo y del ángulo en que nos si­tuemos para observar una deter­minada realidad.

¿Por qué tanto regusto en la discrepancia y tan poco pla­cer por el pacto? Esto, la tozudez, la intransigencia, la into­lerancia ¿no será consecuencia del dogmatismo religioso y del ab­solutismo político que no acaban de erradicarse de la ca­beza y del alma de los habitantes de este país tan acos­tumbrado a ellos?

Envidio a esas sociedades nordeuropeas y orientales desde donde jamás nos llega el retumbar de tambo­res de guerra...

Disentimos, pues, a todas horas. Pero es curioso, en el fondo disenti­mos en lo trivial. Porque en los hechos gravísi­mos por los que últimamente atraviesa el mundo hay un acuerdo tácito en la vida pública amasado a base de... si­lencio. Ante lo monstruoso podría decirse que no hay disen­sión. Asun­tos como la invasión y ocupa­ción de Afganistán e Irak, la continuidad en la ocupación de am­bos países, el descargar toda su fuerza bruta Israel sobre palestinos y li­baneses, el sobredimensio­nar deliberada­mente el terro­rismo concreto pero al mismo tiempo de difuso origen para justifi­car acciones abyectas y de dominio so­bre el planeta son cuestiones en las que existe casi un acuerdo total entre to­dos los países occidentales que se ponen vil y servilmente a las órdenes de Estados Unidos pro­motor de todas las ab­yecciones, y de Israel, incumplidor además de todas las re­soluciones de la ONU.

Hoy Federico Mayor Zaragoza, nada menos que Presi­dente de la Fundación Cultura de Paz y copresidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones es­cribe un artículo magnífico en El País “Delito de silen­cio” acerca del “silencio” cómplice. Pero no sé si se da cuenta de que en él incurre o ha incurrido también él al no darnos ex­plica­ciones del por qué no ha publicado artículos como el de hoy cuando más necesario hubiera sido y más correspondía hacerlo.

A instituciones, a las universidades, a las academias, a la comuni­dad científica culpa del silencio cobarde. Con la clá­sica forma de expre­sarse de los que están muy atentos a re­lati­vizar las culpas concretas empleando la pri­mera per­sona del plural: “somos”, “tenemos”, “hemos de”, recorre el artículo, que termina con otro relativo: “El si­lencio puede ser delito”.

El autor dice literalmente: “Los patólogos -médicos, biólo­gos moleculares, sociales, et­cétera- saben bien que no sólo hay que aplicar el tratamiento adecuado, sino que hay que hacerlo antes de que el proceso que se trata de corregir haya alcanzado un punto de no retorno. Entonces, el mejor correc­tivo es to­talmente ineficaz.” Y sigue: “Sucede que an­damos (lo que decía del “somos”) distraídos, ocupados en exceso en cosas urgentes y secundarias, y preocupa­dos por noticias que, con frecuencia progresiva, proporcionan una vi­sión in­completa y altisonante, cuando no sesgada, de la realidad. El resultado neto es que somos receptores, es­pectadores pasi­vos, re­signados a ver "qué pasa", "qué hacen"...”

¿No repara Mayor Zaragoza o cree que no nos damos cuenta (o no puede expresarse de otro modo por las mis­mas razones que se “ha hecho el silencio” en materias gra­vísi­mas), de que la responsabilidad máxima de ese silencio está en los medios, en los periódi­cos, en los círculos de di­fusión de los hechos, de las ideas, de la infor­mación y de la opi­nión que merecen los hechos y las decisiones. ¿Nos va a decir Mayor Zaragoza que cuando se producen eventos re­prensibles para la sensibilidad co­mún no hay una caterva de articulistas, perio­distas, profeso­res de universidad, científi­cos que no envían sus es­critos a los periódicos y no irían a los medios a pro­nunciarse sin am­bages sobre las barbari­dades y mentiras que presencian y se están cometiendo cuando empie­zan, o cuando las continúan, y sin embargo no se los publi­can ni les admiten en los medios de difusión que tampoco crean espacios al efecto para tratar del asunto cuando tanto lo re­quiere?

Mayor Zaragoza se hace también cómplice de silencio por no acu­sar o señalar directamente a los medios, a los perió­di­cos, a la prensa, a las televisiones, a los grupos de pre­sión mediáticos del “de­lito de silencio”. Los princi­pales res­ponsa­bles son ellos. No sé si quienes pasan por ser las lumbreras de cada país en­viaron o no un artículo tipo “Yo acuso” a los periódicos cuando se producían los aconteci­mientos de las mentiras que lu­cían con relum­brón como ta­les desde el prin­cipio. Me refiero a cuando Estados Unidos so­metía a la ONU a su capricho, cuando la desproporción de lo sucedido en Manhattan y la respuesta de los bombar­deos sistemáti­cos y luego las masacres en Afganistán e Irak se estaban produ­ciendo. No sé si catedráticos, profesores de Instituto, perio­distas valientes dijeron o estaban dis­puestos a decir lo que no tuvo ningún eco. Pero seguro que lo hicie­ron muchos. Sin em­bargo es seguro también que las redac­ciones y las agen­cias tiraban, uno tras otro a la pape­lera to­dos los escritos de protesta y de acusación que reci­bieron. De poco sirve que gri­te­mos por megafonía ¡esto una infa­mia, lo que van a hacer es una barbaridad, un disparate, ¡Alto ahí! si el aparato de me­gafonía no está enchufado a la corriente o simplemente al­guien se encarga de que no fun­cione.

Esta es la cuestión. Mayor Zara­goza debiera decirlo. El, mejor que nadie, ya que ha sentido la obligación de denun­ciar la pasividad pre­sunta de las ins­tituciones etc. es quien, para no incurrir en el delito de silen­cio de que acusa a todos esos “culpables”, de que “nos” acusa con ese modo eva­nescente de protestar contra el silencio, se une a la legión de los culpables de silencio. El es quien debiera hacer un llamamiento a la prensa para que cuando se producen hechos a todas luces ominosos y prefabricados estampen en las portadas de los periódicos y en la apertura de los in­formativos radiofónicos y tele­visivos el anatema, la condena y el desenmascaramiento de los im­postores, de los mentiro­sos, y a continuación criminales. En todos aquellos aconte­cimientos criminógenos no había el menor atisbo de sospe­cha de que era una atrocidad arrasar Afganistán e Irak por el hecho de que se hubie­ran derribado unas Torres en la metrópoli. Ahora, estoy seguro, le publi­can esto cuando, después de cinco años de los hechos ig­no­mi­niosos habrá enviado de­cenas de artículos parecidos y sin em­bargo no se los ha publicado ningún periódico del mundo; cómpli­ces to­dos ellos de ese atroz silencio del que trata hoy Mayor Zara­goza en términos precisos.

Cuando Beccaria trató del horrendo sistema penitenciario que regía en Italia y él era profesor de la universidad de Mi­lán tuvo que escribir en términos crípticos su magna obra Dei delitti e delle pene, “De los delitos y las pe­nas”. Se “mojó”. La iglesia católica introdujo la obra (publi­cada anó­nimamente) entre los libros prohibidos, pero esto no impidió su difusión en toda Europa.

Habría que haber difundido con toda la proyección ideoló­gica posible algo pa­recido en relación a las tortuosidades, infamias y crímenes del imperio, ya que no los gobernantes no se opusieron a Es­tados Unidos por alianza, por cortedad, por debili­dad, por miedo o por estupidez...
Pero esto de venir ahora a poner el grito en el cielo con ese “somos”, “nos callamos”, etc. sin señalar a los medios ni decir expresa­mente que los medios no han publicado escri­tos suyos que a buen seguro envió, es otro modo más de hacerse cómplice con el silencio y de la complicidad con el silencio de la que el autor se despacha a gusto incitando genéricamente a instituciones, catedráticos, etc. a que sean ellos los que se desgañiten aunque los medios, los verdade­ros dueños de la democracia, no les hagan maldito el caso.

27 noviembre 2006

Afecto, mejor que amor


La humanidad se ha pasado la historia escribiendo biblio­tecas enteras acerca del amor. ¿Quién se atreverá a añadir una coma sobre el amor con una mínima solvencia y sin riesgo de hacer el ridículo? Quedamos en que el afecto es “sólo” plácido y sereno, mientras que el amor llega a cual­quier desmesura.

Sin embargo creo que todavía hay algo más que decir: y es que palabra tan grandiosa y excelsa, como el amor, tam­poco puede sustraerse al peligro de la manipulación.
Es propio de un espíritu noble sentir afecto por todos los hombres y mujeres que lo merecen. Pero nadie, espiritual­mente, merece ser amado.

Tal como lo entendimos hasta ayer, el amor sin adjetivos ni preposición penetra en la cultura grecolatina a través de la religión cristiana. Ella es su vector principal. Pero además de grandioso, el concepto es tam­bién equívoco. Requiere a su vez ordinariamente matices para ser en­tendido. Pues lo mismo vale para expresar un sentimiento abstracto hacia una abstracción -Dios- como para proponer un coito.

El cristianismo, en Occidente es en efecto el primer pro­motor del amor. Por eso se habla implícita o explícitamente de amor cristiano, no laico, no genital. Pero le imprime tal grado de evanescencia, que se hace confuso. El catolicismo ha abusado de su noción hasta hacerlo irreconocible. Pues confuso y contradictorio es predicarlo y responder sus mis­mos predicadores con odio y castigo a quienes no les escu­chaban. Lo mismo que hoy quienes más hablan y más exi­gen ruidosamente la paz, más la conturban.

En una primera fase pudiera justificarse la carga de renun­ciación que lleva consigo; lo mismo que aconsejar poner la otra mejilla para sobrepasar a la Ley del Talión y ven­cer la ten­tación de matar al hermano, como hizo Caín. Pero con el paso del tiempo ha hecho mucho más daño ese amor que si el cristianismo hubiera difundido con el mismo empeño el "afecto": menos pretencioso, menos ampu­loso, menos apa­ratoso... más natural en fin.

Empezamos por que, como antes decía, el amor enten­dido en sentido cristiano implica renuncia, que antes se lla­maba abnegación. Pero la renunciación es una actitud co­ntra natura, y, como todo lo que va contra natura, es decir contra el instinto más elemental, acaba mal. No es, ni era, preciso educar en el amor perdonando a quienes nos ofen­den, nos maltratan y abusan de nosotros. No hay ser humano, a menos que haya sido anulada su volun­tad con pócimas o torturas, que acepte de buen grado el amor como renuncia. Esto sólo cabe en la mater­nidad.

Todo eso ha retrasado y complicado la plena comprensión de otra palabra tan excelsa como la de él: la palabra justi­cia.

Ese amor del que hablamos parece no exigir nada, pero lo exige. Pues aquél que ama repudia la ingratitud. Hacer el amor puede significar tanto dedicarse a hacer el bien en una colonia de leprosos, como acostarse con el concubino.

Amar, digámoslo ya, comporta siempre reciprocidad. No es natural desligarlo de la equidad. Es cierto que entre dos se­res humanos puede no haber la misma capacidad de ge­ne­rosidad. Pero las concesiones a las diferencias corren de cuenta del más inteligente o más fuerte de los dos. Sim­ple­mente eso.

Amar implica respuesta, exige respuesta, demanda res­puesta al menos en la proporción o dosis razonable al amor dado.

El afecto en cambio no pide ni exige. Puede prescindir perfectamente de la reciprocidad. Puede dedicarse a otra persona en cada actitud por separado. Y si llegado el caso la persona agraciada por nuestro afecto deja de merecerlo y se lo retiramos, ninguno de los dos padecemos por ello.

El afecto no implica pasión, sino serenidad; no incluye exi­gencia ni justicia ni precio. Es el sentimiento que más abarca y es el más cercano de la concordia y de la paz. Es, además, común en sus rasgos a todas las culturas, y es por eso tan universal como el entendimiento mutuo que implica por encima de todo voluntad. Como el respeto, se da o se desea, pero no se exige ni se impone.

La ternura es el afecto dispensado a quien suponemos más débil que nosotros. Hoy hablar de amor ha quedado reducido a que nos ponga el o la amante un piso a nuestro nombre.

Amor, ternura, afecto, cariño, dilección son sentimientos. Pero si hice un llamamiento a promover el afecto es porque, prescindiendo de la ternura que suele ser ocasional, pres­cindiendo del cariño que es sinónimo de afecto, y prescin­diendo de la dilección, que es una preferencia circunstan­cial, el afecto es duradero, quizá eterno, no se compra ni se vende. No se expresa, no se confiesa, no se proclama, no se explota. Y, desde luego, es incompatible con poner la otra mejilla...

De aquí por todo ello la superioridad moral, psicológica, emocional y total del afecto sobre al amor. Creo que hay que dejar ya la exclusiva de la palabra "amor" sólo para la coyunda, y trasladar el sentido que antes tenía a esas otras casi en desuso: afecto, cariño y ternura.

El afecto


Una palabra que está cayendo en desuso... Sin embargo es más importante que el amor y está, terapéutica y moral­mente, muy por encima de la pa­sión. Es sereno y tan dura­dero que puede ser vitalicio.

En las grandes ciudades y en los pueblos ávidos de pros­peridad material, el sentido y noción del afecto se van difumi­nando. Poco a poco se va debilitando la expresión en tertulias, conversaciones y reflexiones.

Todo lo que antes encerraba un delicado sentimiento mezcla de íntimas pulsiones emotivas, va derivando rápi­damente hacia la sensación y la sacudida momentánea difí­cil de localizar pero más cerca de la genitalidad que de nin­guna otra parte del organismo.

No se aloja ya el afecto en el alma porque hay dudas ra­zonables de que el alma exista. No reside en la mente por­que la mente está estragada de muchas cosas y apenas cabe en ella ya el silencio. No está en el espíritu porque tampoco hay certeza de que el espíritu no tenga mucho más que ver con el ansia de cualquier cosa que con el afán y la ilusión. La ilusión ya no es motriz, porque también la ilusión se des­vanece temprano y su lugar lo está a su vez ocu­pando el embate prosaico del desengaño.

¿Quién puede hacer poesía mientras la pobreza, la muerte, la tortura y la mentira se han adueñado del mundo? ¿Quién puede aventurarse a hacer casi el ridículo con el di­tirambo mientras tanta gente influyente está intere­sada en seducirnos perversamente con dramas y tragedias, una tras otra, sin pausa ni compasión hacia nosotros, menospre­ciando y callando en cambio la cada vez más ausente be­lleza al natural?

Sólo enajenándonos voluntariamente; sólo alejándonos de las urbes, del trajín, de la confrontación, rechazando expre­samente las ocasiones de enfrentarnos a la fealdad del arti­ficio y del preparado a la carta, ausente la naturalidad en todo; sólo convirtiéndonos en anacoretas o en locos clíni­camente correctos podremos huir del estruendo, de la neu­rastenia, de la com­petición despia­dada, de la hosquedad para ir al encuentro del afecto. Sólo así podremos disfrutarlo aunque lo depositemos en un po­bre de espíritu o en un oso de peluche. Pues el afecto es tan inexcusable, como el oxí­geno y la luz para la vida.

Busquémoslo. Mejor aún: propaguémoslo. Y si es preciso, reinventémoslo. Como la auténtica amistad, suplida en la postactualidad por el amiguismo, vale más que el mayor te­soro.

El sentido común

El problema de la comunicación en asuntos graves entre personas y países no es no emplear el mismo idioma o te­ner que recurrir a uno acordado. El problema está en la dife­rencia de sensibilidad cuando uno de los interlocutores re­baja el ni­vel del sentido común hasta extremos aberrantes.

De todo lo que se globaliza lo único que valdría la pena uni­versalizarse, unificarse, es justamente el sentido común. Y ya que el poder político y el militar campan a menudo por sus res­petos desvinculados del parecer de las grandes ma­yorías, se­ría deseable que al menos las claves para enten­der las co­sas más importantes fueran compartidas plenamente entre el pue­blo y el periodismo, con­vencional mediador, éste, entre el po­der y la sociedad. Y sin embargo, es precisamente del sentido co­mún de lo que a menudo el periodismo hace asti­llas con su lenguaje más cer­cano a lo político que al del humano medio y normal que antes se llamaba "hombre de la calle".

Por ejemplo, es de sentido común que habiendo una bre­cha entre los pueblos ricos del planeta y los pobres que cada vez se ensancha más, una gran mayoría de la pobla­ción de los países pobres, que no tienen nada que perder, estará dis­puesta a perder la vida y se convertirá en terrorista potencial, suicida o no. ¡Cómo no van a ir somalíes, etíopes o senega­leses, por ejemplo, a nutrir las filas de los comba­tientes pa­lestinos frente a Israel, de lo que se da noticia hoy! Y más, que en este sentido iremos viendo...

Esto es una muestra solamente de lo que dicta el sentido común. Pero hay cosas gravísimas que vienen sucediendo puntuales en el mundo, que no provienen de la ausencia im­posible de coordinación en un sistema económico pre­sunta­mente no diri­gido y libre. Hay cosas como invasiones y ocu­paciones e injerencias de Estados Unidos a través de crimi­nales necios que, por sentido común, debieran obligar mucho más a la prensa mundial a no posicionarse al lado de los bár­baros aunque sólo sea porque se alejan de la sensi­bilidad de la inmensa mayoría de los pueblos y del sen­tido común, que es lo que me trae a este análisis.

Y es que salta a la vista, el periodismo dominante se alía en aspectos neurálgicos al poder fáctico, al económico y al po­der político más fornido, en lugar de hacer de puente en­tre aquéllos y el pueblo. Fomenta con su lenguaje anodino o ti­bio, cuando no con su vergonzante silencio, el oscuran­tismo y la comisión de actos contra la Humanidad; actos como las dos ocupaciones armadas de sendos países asiá­ticos a ma­nos norteamericanas basadas en una probada y comprobada sarta de mentiras y maniobras. Esto no es algo que pueda disculparse por la sorpresa, por haber sido so­brepasado la capacidad de aprehensión de la realidad por parte del perio­dismo en cuestión. Esto, como la renovación de la elección del presidente a caro del sufraguista yanqui, es algo que viene echando sobre éstos, sobre aquél y su pandilla toda la inmundicia que quepa imaginar. Y el perio­dismo al uso, tra­tando el asunto como un avatar más, cuando no lo aprue­ban medios norteamericanos y euro­peos.

A lo largo de la historia, religiones y especialistas de toda clase han asumido la tarea que nadie les pidió de decirnos qué es y cómo debemos entender los conceptos más sim­ples. Eso es oscurantismo. Antes eran las sotanas, desde los púlpitos en los países de tradición católica. Hoy, los tele­predi­cadores en países cristianos no católicos, y en todos, los li­cenciados de la prensa, televisión y radio son los en­cargados de ensayarlo. Hoy el pe­riodismo envuelve realida­des trágicas de causas insosteni­bles para el sentido común, en sinapis­mos y fomentos de análisis que en cualquier otra situación protagonizada por cualquier otro país que no sea el imperio no se sostendría en pie ni un solo instante.

Y es que, efectivamente, el pueblo ha pasado su vida e historia no sólo padeciendo a tiranos, a dictadores, sátrapas y caudillos. También a prebostes y acólitos de las reli­giones monoteístas en todas las épocas. Siempre tratado por sus opresores con un doble rasero. Según fuesen los individuos adictos, devotos o sumisos del déspota de turno, o esclavos y rebeldes, así sería, y es, su destino. Las leyes nunca han im­portado gran cosa. El pueblo se ha pasado la historia so­por­tando el doble lenguaje, la trampa que va unida a las le­yes y la doble mora: la de los se­ñores por un lado, y la de los es­clavos por otro, en la ter­minología nietzscheana.

Jamás se dejó de oir hablar de justicia, de bien y de mal, de derechos y deberes, en la calle y en los parlamentos. Las le­yes no han empleado nunca otro lenguaje. Pero el len­guaje, vehículo de las ideas, apli­cado a lo político, siempre es el mismo: los mismos concep­tos, los mismos significan­tes y los mismos valores, todo de pura convención, aunque ésta no exista en realidad entre "los que obran" y "los que piensan". Lo que varía inde­fectiblemente es el modo de in­terpretarlos, las claves em­pleadas, quién sea el llamado a decirnos qué es esto o cómo debemos entender lo otro acerca de palabras muy llanas: Dios, Justicia, Libertad, Amor, Felicidad, Fideli­dad, Respeto, Igualdad...

Nada ha cambiado. Antes, en los sistemas despóticos que han durado hasta ayer, el sentido común estaba entre­verado en la multitud silenciosa. Reyes, aristocracia y go­bernantes tenían y tienen su propia nomenclatura. Plebe, súbditos o go­bernados, la suya, su lenguaje fundado, y además dignificado en el “sentido común”.

Pues bien, cuando el mundo llamado "libre" presume de serlo en "modelos sociopolíticos" que unos canallas tratan de exportar de manera imposible a bombazos a otros países sa­biendo que nunca será tolerado, todo lo dicho por la prensa mundial no se corresponde a penas con el sentido común popular. Sigue éste extraviado entre la hojarasca y el estré­pito de quienes ni somos gobernantes, ni políticos, ni diplo­máticos, ni perio­distas. Sí, el sentido común entre pe­riodistas sigue sin ser el nuestro. Ellos explican o justifican su profe­sión, su razón de ser en estas sociedades por de­cirse porta­voces del pueblo, de lo que quiere el pueblo, de lo que piensa el pueblo, de lo que entiende el pueblo, depo­sitario lógico y "natural" del sentido común. Pero no le escu­chan: lo apa­cientan.

No nos engañemos, y que no se obstinen en engañarnos. Los profesionales que predominan -aunque haya natural­mente de todo-, siguen en conjunto las reglas del juego de los "otros", de los que dominan en lo político y en lo econó­mico, bien en la sociedad doméstica, bien en la sociedad mundial. Uniéndose a ellos y a sus entendederas (prescin­diendo de que puedan tener o no los mismos intereses, que de todo hay), interpretan los graves sucesos del presente en la direc­ción desdramatizada, despojada del dolor infinito que al sen­tido y sentimiento común causan al mundo hechos que no ofrecen dudas morales (de moral kantiana universal, de moral cristiana y ecuménica), ni de sensibilidad también común. Ellos son quienes las suscitan con su tibio o anodino meta­lenguaje. Bueno, no lo llamemos metalen­guaje, diga­mos que es un lenguaje ordinario manejado con sentido común. Pero al no expresarlo en los términos con­denatorios que ese mismo sentido exige ante hechos graví­simos, y al meterse en cambio dia tras día, año tras año en los entresi­jos y volutas del lenguaje diplomático y político sin expre­sarse nunca en términos inequívocamente condenato­rios aunque sean políti­cos, y sin tampoco dar tribuna a arti­culis­tas que en el mo­mento oportuno lo harían, su benevo­lencia y guiños les hace cómplices de los carniceros.

Los periodistas insensibilizan y aneste­sian al mundo pre­sentándole hechos atroces como propios de la Política o del Error. Llaman irregularidad o error a lo que son flagrantes de­litos contra la integridad masiva de las personas en el len­guaje común y punitivo, y delitos de lesa humanidad. Siguen el sendero de las circunvoluciones de esos errores y de los que yerran, como si éstos padecieran simplemente estrabis­mos o trastornos ocasionales de apre­ciación mien­tras otros seres humanos por insignificancias al lado de lo que aquéllos cometieron han sido arrojados a mazmorras o enterrados en este mundillo de simulada li­bertad para to­dos...

Miren vds., si esto no fuese así, no estaríamos empanta­na­dos donde estamos en relación al "asunto-trasunto ameri­cano". Está harto el planeta de saber que lo que hizo Bush y su camarilla en Afganistán e Irak son dos atrocidades y que no pueden llamarse de otro modo. Está harto de saber que, para colmo, todo nació de una colosal mentira troceada en mil. Está harto el pueblo, que se ha pasado prácticamente la historia en silencio sin poder aducir su sentido común por­que en tiempos de injusticia (que son los que vivimos eter­na­mente) es grave tener razón, como decía Quevedo; está harto, digo, de este contubernio entre políticos, militares, po­deres económicos y periodismo.

No sólo ya los políticos "normales", con una epidermis y quizá unos genes especiales asisten impasibles a las an­dan­zas atroces de tipos de condición criminal y ladrona que si­guen apoltronados en casas blancas y congresos; es que los periodistas del mundo les siguen a éstos el juego y dan todos los días una de cal y otra de arena sobre hechos que el sen­tido común de todos los pueblos del planeta que quie­ren vivir en paz, exige imperiosamente otra cosa, otras acti­tudes apro­piadas a sus vilezas, maniobras y monstruosida­des.

Y se lo exige, pues se supone que los periodistas también "normales", no tienen la condición criminógena de aquéllos. Y espera de ellos una de estas dos respuestas: o que les den literalmente la espalda sin mentar a esos infames para nada (el silencio es un castigo) en sus soportes, o que se alíe el benéfico periodismo mundial contra ellos sin atender las cla­ves de su lenguaje, que es lo que les conviene. Pi­diendo, eso sí, como demanda el común sentido, su cabeza o la reclusión perpetua de los responsables.

De seguir como hasta ahora, el periodismo se mantendrá muy alejado del sentido común del pueblo. Tan alejado, que al mundo no se le irá de la cabeza la impresión de que a pe­sar de sus razonamientos sofisticados o precisamente por ellos, el periodismo visible se posiciona al lado de los des­co­munales mentirosos, ladrones y genocidas.

Déjese el periodismo de una vez de colaborar con gentes que por la millonésima parte de lo que han cometido esos depravados revestidos de solemnidad, muchos están de por vida en la cárcel o han sido o van a ser ejecutados. Titule cada día con letras gruesas lo que el pueblo (al menos el pueblo no estadounidense) piensa, siente y desea para esa canalla.

Mientras no lo hagan así los articulistas y politólogos de toda laya, no dejaremos de ver en ellos y en el periodismo (ese periodismo que dijo vino a salvarnos de las mordazas de los opresores y déspotas) a los cómplices que han exis­tido siempre al lado de los que ordenan y mandan sobre nuestras vidas. Antes solía ser un solo personaje. Hoy son muchos, solapados cobardemente unos en otros.

Mientras no lo comprenda así el periodismo de actualidad, el mundo seguirá habitado, como siempre, por miserables que deciden su destino gracias a la caja de resonan­cia que supone aquél, por una parte, y mayorías hoy no tan silen­cio­sas que vociferan más allá y fuera de las urnas aunque sólo sea porque existe la Internet, sin que políticos ni perio­distas les hagan maldito caso. Que no hacen caso ni esas inmensas mayorías que dan la espalda al sistema y por eso no votan... ni al sentido común.

Globalizar el sentido común es afanarse en hacer anatema de los culpables, propalar cada día que debe castigarse de una vez a los criminales yanquis que andan sueltos y ibres pero reclamados por la justicia del pueblo, por los jurados po­pulares y por el sentido común del globo. Culpables, que en­cima se pavonean de sus barbaridades y se ríen en las bar­bas del mundo impunemente.

El pueblo ha dejado de ser un convidado de piedra y no puede ser ya interpretada su voluntad sólo a través de las ur­nas, pues por lo menos la mitad no se ha dejado em­baucar y sabe bien que todos los que se someten a vo­tación o elec­ción, periodistas incluidos, son de no muy dife­rente ca­laña.

Cuando me pongo ante de un artículo sobre el "hecho ame­ricano" y lo acabo, me pongo de los nervios. Pues nunca, in­genuamente, espero el consabido argu­mentario repleto de ideas que al final, como mucho, han tratado a esos culpables como equivocados o irresponsa­bles en el sentido político. Lo que espero en virtud de ese sentido co­mún tal como todos lo entendemos, es que se diga en ese artículo, en ese titular, en esa columna lo que jamás leo: "hay que detener y someter al enjuiciamiento de un tribunal mundial a esos grandes crimi­nales enmascara­dos, emboza­dos tras el vilipendiado arte de la Politica".

¿Nos hemos topado con algún artículo de fondo o de edi­to­rial así, o parecido, en la prensa dominante? No. Pues enton­ces una de dos, o el pueblo sigue siendo un oligofréni­col o ellos, los periodistas que controlan el pensa­miento global, son unos indecentes impostores; como lo fue­ron in­quisiciones, torquemadas y tantos evangelizadores...

La historia del futuro se encargará de de­mostrarlo. Así es que o el periodismo retorna a lo que justi­ficó su razón de ser: un contrapoder expresión del pueblo y del sentido común, o la mitad de los pueblos del mundo, que co­incide con la mitad de los que en la mayoría de países "li­bres" no aparece nunca por las urnas, le ignorará. Y segui­rán las sociedades sólo en manos de listos aunque sean al mismo tiempo débiles men­tales. Fíjense lo que dice el dao­ísmo, una filosofía ar­caica a la que tengo en cuenta a me­nudo: el agua es más fuerte que la piedra. Por aquí, con pe­riodismo o sin él, debe el pueblo ca­minar. Y sólo por ahí po­drá acabar ven­ciendo.

23 noviembre 2006

Democracia y democracias


I
18 Noviembre 2006

Por mucho que los cerebros y thinks tanks de las so­cieda­des fundadas en ese método de gobernación nos ase­guren que existe separación de poderes y el pueblo gobierna, no hay que confundir la democracia original con malas imita­ciones.

Territorios habitados por millones o cientos de millones de seres humanos no pueden regirse como las ciudades-es­tado de la antigua Grecia donde nació la democracia, que no pasaban de los 25.000 habitantes. Por eso países no tan pequeños pero de población reducida en comparación con los demás, como Suiza, pueden ajustarse al patrón demo­crático casi puro. Pero donde habitan millones de individuos es imposible la democracia real. Ni siquiera la representa­tiva lo es en puridad. Afirmar que, porque el ciudadano muestre su preferencia por individuos o listas cerradas a través del voto funcionan los países como una democracia y por eso es el pueblo quien gobierna, no deja de ser una conveniencia de los acomodados. La democracia, aun és­tas, las representativas, tiene tal grado de impureza, que todo parecido con ella es mera coincidencia.

En las occidentales no gobierna el pueblo, o el último que gobierna es el pueblo. Pero tampoco el poder ejecutivo, ni el legislativo, ni el judicial aunque cada uno se lleve una parte alícuota de influencia y potestad. Go­bierna el poder econó­mico-financiero, con mucha más fuerza que los institucio­nales con los que además están mezclados. Y ello es así en la medida que éstos se supedi­tan, se someten, se rinden a lo económico en cada asunto de envergadura. No existen argumentos que no pasen por el costo. La biosfera de­manda imperiosamente drásticos cambios para que siga siendo habitable y para que las si­guientes generaciones no lleguen a una atmósfera respira­ble. Sin embargo, los cam­bios que puedan introducirse no pasan de ser testimoniales de una mediocre voluntad a re­gañadientes por parte de los que de lejos vigilan...

Ahora, en una región española, un solo juez intenta meter en vereda a un millar de delincuentes. Que no haya más jueces dispuestos a seguir este camino no quiere decir que no sean decenas de miles los estafadores repartidos por toda la península. Pero hay que tener alma de héroe para perseguirlos casi a solas como hace ese valiente veedor. Y esa alma, la de héroe, está en extinción. Pues bien, hubo que esperar quince años a que este juez bendito apareciera. Esto en cuanto a España se refiere y en un ejemplo al vuelo. Pero ¡qué decir de la democracia estadounidense cuyo malhadado profeta del mercado libre, Milton Friedman, acaba de morir!

Que la política es una superestructura cambiante de lo económico lo sabemos desde Carlos Marx. Pero si enton­ces era así cuando el industrialismo no había hecho más que empezar ¿qué podremos decir cuando el postinduistria­lismo se ha adueñado del planeta y lo está arrasando?

La cuestión en todo caso empieza por la libertad que vende la democracia liberal. (Conviene no obstante no con­fundir los valores democráticos con los valores republica­nos, tema aparte y que sitúa a la propia Francia mucho más cerca del ideal democrático que el resto de los países y por eso es el adversario natural del imperio)

Empieza el asunto invocando libertad, pero arranca desde un presupuesto falso, cual es que disfrutan de la misma autonomía y de las mismas libertades formales tanto el rico como el pobre, el blindado como el que pasa su vida en el paro o mendigando trabajo, el que posee una vivienda amortizada como el que no la tiene ni tendrá jamás.

Sea como fuere, ¿hay quien, a menos que esté loco, que no ame la libertad y no vea en la democracia la mejor y más razonable manera de organizarse una sociedad, de verte­brarse, de dar solución a los problemas que plantea la con­vivencia? Indudablemente no. No puede haber nadie que en su sano juicio afirme y desee lo contrario; que prefiera el yugo, la opresión, el dominio de otro u otros sobre él.

Pero el problema que se plantea el ciudadano medio no es si las democracias examinadas a fondo y no sólo en super­ficie son o no preferibles o son o no más excelentes que otros sistemas posibles. El problema está en que aunque funcionan como la suprema panacea de la sociedad civili­zada, rara es la que lo es; rara es la que en la práctica no es una fórmula política de dominio de una parte de la pobla­ción sobre el resto. Rara es la que en ella es verdadera­mente el pueblo quien gobierna, y rara también la que no está levan­tada sobre el fraude colosal que cometen los do­minadores y lo propician por aquello de "a río revuelto...".

En todo caso ¿cómo medir y determinar el grado de aceptación de la democracia -la liberal y burguesa- en cada país? La sospecha, que nunca se disipa, es que en ella son la burguesía y las clases adineradas quienes realmente de­ciden, por un lado, y los poderes económicos en la sombra o a la luz los que lo inclinan todo a su favor. Pero de ningún modo no es el pueblo que es a quien correspondería decidir. El propio sistema electoral está viciado. Todos los meca­nismos y cautelas, incluida la ley D'Dont, van dirigidos a asegurarse amplios colectivos muy concretos su dominio y predominio.

Hay estudios sociológicos, rankings, índices sobre la co­rrupción, la calidad y el grado de aceptación de la democra­cia. Principalmente sobre América Latina. Pero ningún indi­cador apunta en ellos a un grado de satisfacción que llegue siquiera al 50%. Y en las viejas democracias europeas, como en la estadounidense, apenas se supera ese porcen­taje si a juzgar por la participación en el asunto del voto. Si acaso en los países pequeños donde la población interviene directamente casi en todo y por delegación en lo que se abarca fácilmente, la democracia puede funcionar de modo aceptable. Pero en los países con grandes extensiones te­rritoriales, llamar a democracia a la gobernanza, es un sar­casmo y un insulto a la inteligencia.

Porque en cualquier caso, aunque los sustentadores del modelo puedan decir que existe la igualdad de oportunida­des para todos los que habitan la colmena, lo cierto es que raro es el individuo que no busca los privilegios de la reina del enjambre, y por otro lado nunca llegará muy lejos quien sale en el pool de la carrera desde atrás. Por eso, en con­junto, las democracias liberales de todos los países sugie­ren mucho más que otra cosa el modelo para la dominación social de unos sectores sobre otros; en modo alguno el trato paritario. Ni el socialismo democrático consigue si­quiera ni­veles de satisfacción general que justifiquen el manteni­miento del sistema. Siempre la fuerza que desplie­gan los sectores favorecidos, que se protegen entre sí y atraen a los crédulos confiados en alcanzar las cotas de los que domi­nan, es muy superior a la voluntariosa de los que piensan la sociedad como un todo y no como la suma de in­dividuos que al final acaban tratados como objetos de co­mercio.

II
20 Noviembre 2006

La democracia no se implanta por ley. La ley sólo es el material, el barro. Y de él, como Dios -para los creacionis­tas- creó al hombre, la sociedad es la que le da vida. A partir de entonces su vitalidad no depende tanto de que la ley se esté aplicando a menudo coactivamente unas veces y re­presoramente otras, como de la colaboración de todos, y principalmente de los que tienen más influencia en el des­envolvimiento de la sociedad.

Por eso las desigualdades son su gran enemiga. No puede imaginarse colaboración alguna por parte de quienes son maltratados por la injusticia de partida y por el menos­precio de quienes interpretan y aplican las leyes, mientras legiones extraen ventajas aprovechando en su favor la li­bertad que se supone emana de la democracia; y ello a me­nudo con la condescendencia de quienes detentan el poder policiaco, judicial, político, económico e institucional. Eso cuando no son éstos los que se prevalen de su poder...

Las constituciones introducen normas que propician dere­chos y libertades que antes no existían. Por eso la demo­cracia es sobre todo una convención. Pero la volonté gene­ral debe plasmarse en el convencimiento, no en la simula­ción que la convierte en oligarquía con sus correspondientes oligopolios. Si los políticos recurren constantemente a las sentencias judiciales para impugnar lo que no les gusta de las acciones de gobierno; si los que gobiernan se parapetan en su mayoría absoluta despreciando el sentir de la mayoría ciudadana; si los oportunistas se aprovechan de sus cargos y posición privilegiada corrompiendo la función pública y a todos cuanto les rodean mientras policías, fiscalías y judi­catura miran a otra parte, esa democracia es un instrumento en manos de oligarquías -siempre lo más odioso-, un mé­todo más perverso que una dictadura donde al menos los ciudadanos reducidos a súbditos saben lo que se juegan con la represión dictatorial. Pues tan malo o peor que care­cer de libertades formales es creer que en el envoltorio de la democracia se dispone de ellas, pero sintiéndola al mismo tiempo constantemente amenazada por quienes las se­cuestran.

A posteriori, una vez entronizada, la democracia es una convención entre administradores institucionales y pue­blo: políticos al servicio del bien común y no de su facción, vi­gías -más que policías- observando que se respeten las ins­tituciones, jueces preocupados -más que encargados- de que todos los ciudadanos sean tratados por igual, que no se privilegie a los administrados por su rango social o econó­mico; alcaldes y ediles -no caciques- que no hagan sentir a los vecinos el peso muerto de la discriminación y del capri­cho. Y luego, la voluntad en todos de corregir las desigual­dades naturales no propiciando el privilegio que ha sido la bestia negra de la Historia. Este sería el marco y el lienzo de una democracia respetable y digna de ser deseada...

Sin embargo, las democracias liberales en absoluto fun­cionan así en general. Las que se guían realmente por esos parámetros, podrían ser perfectamente anarquías en su más noble acepción del significado. Como son las nórdicas. Todo lo contrario: alejan los línderos de la libertad cuando tienen los administradores ante sí a la clase adinerada y po­derosa, y los estrechan cuando juzgan a los ciudadanos del montón que hacen mayoría. Los medios, escuderos de la li­bertad que reclaman para sí y para cumplir su deber de in­formación, faltan a la ecuanimidad posicionándose sin pudor a favor de una opción ideológica o de una facción política. Con lo que abren brechas en el concepto de bien común y tensan las tesis políticas contrapuestas. No se ama la paz. Sólo parecer haber recreo en la fricción, en la pendencia y en la confrontación gratuita de todo tipo.

Los alumnos, entre las clases ricas, "pueden" ya más que los profesores; los policías -militarizando cada vez más sus atavios- conminan progresivamente al ciudadano que hace frente a sus abusos; los alcaldes, menosprecian las dema­n­das de los vecinos que no les eligieron. Y los abusos fla­grantes tanto en materia tributaria como urbanística, por ejemplo en España, no cesan hasta que llega un juez va­liente, que a veces nunca aparece, para poner al descu­bierto las vergüenzas mafiosas de tanto munícipe de du­dosa catadura...

En España, son fatales los excesos que se están come­tiendo con los "rebeldes" vascos tratados por jueces y go­bernantes como habitantes de una colonia indómita. En los casos de corrupción y otros delitos de "alto standing", des­pués de las aparatosas detenciones los encarcelados son fácilmente excarcelados a cambio de fianzas depositadas con los dineros del expolio que precisamente habrán de ser juz­gados: otra pantomima.

Aún así hay diferencias entre las democracias. Y diferen­cias escandalosas. Desde luego España y Estados Unidos, por ejemplo, están a años luz en calidad de democrática, en su demérito, de la francesa, a pesar de la llamada "corrup­ción blanca" como llama Vidal-Beneyto a la ola de corrup­ciones en Francia cometidas por los partidos políticos desde la extrema derecha hasta el partido comunista pasando por el socialista. Pero también, a años luz de la alemana e in­cluso la británica. No digamos de las nórdicas...

Con ser la estadounidense la de mayor empaque hasta el punto de constituir la referencia para muchos países que la ensayan, la democracia yanqui, lo mismo que la española, alfa y omega de las occidentales, son lo menos parecido al gobierno del pueblo. Hasta para votar en las elecciones norteamericanas hay que registrarse al efecto: no basta os­tentar la nacionalidad y tener domicilio fijo. La lógica deser­ción de millones de sufraguistas, ciudadanos desmotivados, desalentados, resignados crónicamente por saberse siem­pre víctimas propiciatorias gobierne quien gobierne, hace que entreguen sumisamente el manejo de la sociedad a la minoría wasp (blanco, protestante y anglosajón).

Descartadas las dictaduras personales cuyos titulares convierten al país que tiranizan en un feudo para favore­cerse y favorecer exclusivamente a sus adictos repartién­dose la tarta dejando las migajas a la inmensa mayoría, to­dos los demás sistemas y también algunos regímenes des­póticos se postulan como democracia. No hay país que no se tenga por tal. Se llame "liberal" o "popular", todos se vertebran bajo la mágica denominación. Y si hablamos de fiabilidad, para el observador imparcial tanta confianza o desconfianza merecen unas como otras. El marco y el título, pues, es lo de menos. Lo que cuenta es la idiosincrasia de los pueblos, la extensión de la cultura de la convivencia sin afeites, el perfil de la conciencia dominante, la inteligencia colectiva sabedora de que la indigencia, el hambre, el ma­lestar y la inestabilidad de muchos no se pueden atajar por norma con cargas policiacas y persecuciones; tampoco potenciando adormideras asequibles, como la televisión, el coche y la cacharrería tecnológica, etc, y felicitarse luego de vivir en (falsa) demo­cracia...

CODA

22 Noviembre 2006

Resumiendo:

La democracia liberal es otro mito más. Funciona gra­cias a la sugestión de los medios, los que más la desean. Los pe­riodistas han sustituido a los antiguos predicadores, quienes hacían creer que su religión era la única verdadera con su artificio apologético. Ahora son los periodistas, con su Libro de Estilo en una mano y la Constitución en la otra, los más interesados en que todos entonemos cantos de alabanza a la democracia liberal como el único método posible de orga­nización sociopolítica.

Prescindamos de tantas otras democracias liberales y ci­ñámonos a las que conocemos mejor:

Si de algo España y Estados Unidos son modelo es de dominación social. Países donde unos sectores se imponen sobre otros al amparo de leyes y criterios judiciales al servi­cio de las clases eternamente privilegiadas: las tradicional­mente poseedoras del dinero, a las que se van agragando los nuevos ricos. En España principalmente gracias al vul­garmente llamado “pelotazo” –letras de cambio des­contadas y redescontadas hasta el infinito-, y también a través de la construcción inacabable. En ese país los medios se posicio­nan descara­damente a favor de uno u otro partido en un sistema abo­cado al bipartidismo gracias a la Ley D’Dont que tan buenos rendimientos les da a todas las mayorías: mayo­rías de par­tido y mayorías en términos financieros, de me­dios...

El ansia, las tretas, las maniobras que los políticos de las democracias liberales despliegan para apropiarse del poder (cuando con tanta ingratitud responde ordinariamente la so­ciedad), demuestra que el interés por conquistarlo nada tiene que ver con la preocupación de servir a la sociedad y mucho con el servirse del poder para satisfacerse. Las ex­cepciones existen, pero no cuentan. Pues cualquier persona correcta y normal tiene la capacidad y dignidad de retirarse del desafío. Se retira aunque sólo sea para no hacerse sos­pechosa de falta de honradez. El firmamento político electo­ral queda así tacho­nado de oportunistas, de charlatanes y de avispados. Los voluntariosos, los inteligentes y los pru­dentes no tienen nada qué hacer.

Si fuera posible que en cada país todos los descontentos con el modelo democrático liberal pudieran organizarse con la coordinación precisa, sin represión, con líderes capacita­dos, que los hay, téngase por seguro que la democracia li­beral se desplomaría en un abrir y cerrar de ojos y sería re­emplazada inmediatamente por la democracia popular.

Mientras llegan soluciones utópicas, descartada la Revo­lución roja para no caer antipáticos a los moderados y fas­cistas, sería cosa de que España se lo pensase un poco: si quiere disfrutar de una Edad de Oro política que jamás ha conocido, tendría que revisar su organización so­cial de arriba abajo. Primero desmantelando la Monarquía y susti­tuyéndola por la República; segundo modificando la Consti­tución o redactando una totalmente nueva para dar entrada directa al Estado Federal; tercero creando un sis­tema impo­sitivo y una policía tributaria dedicada férrea­mente a procu­rar un reparto paritario de la tarta económica...

En cuanto a Estados Unidos, este país no tiene remedio. El pueblo llano yanqui no es siquiera un convidado de pie­dra. Los gringos le ignoran y marginan como los griegos an­tiguos no consideraban persona a los ilotas, los escla­vos. La democracia imperial, como todos los imperios y lo desco­munal acabará desplomándose por dentro, por im­plosión.

Un senador de la antigua Grecia salió dando saltos de alegría del Senado porque habían elegido a otro ciudadano con más méritos que él (Montesquieu, Ensayo sobre el gusto). ¿Dónde está el ciudadano que trate pálidamente de imitarle en cualquiera de estos dos dechados de corrup­ción? (Lo he repetido muchas veces, pero cuando pienso en los políticos, no se me va de la cabeza)

Yo he de hacer una confesión tardía. Después de mis casi setenta años, no veo mucha diferencia entre periodistas, políticos y predicadores de púlpitos. La que pueda haber entre unos y otros profesionales está en la técnica que cada una de esas clases emplea para ir a lo suyo. Y si para do­minar con­ciencias y de paso sus fortunas, los predicadores de sotana ponían de pantalla al mito del Señor, los perio­distas ponen de pantalla su deber de informar cuando lo que les interesa es adoctrinar; y entre políticos, unos se confor­man con blin­darse su futuro inflando sus cuentas construc­toras o petrole­ras, pero todos poniendo de pantalla a sus electores cuando no hacen más que convertirlos en peones de ajedrez.

Por todo lo expuesto, en este colofón y en las dos anterio­res galeradas, si pudiera y tuviera edad para ello preferiría vivir en una democracia verdaderamente popular, rebajar mis cuotas de libertad al servicio de la causa general, y ce­der hasta donde fuera preciso las de mi bienestar material. Pues, piénsenlo un poco quienes todavía el aturdimiento general no les impide reflexionar: para vivir con dignidad no importa estar incluso en el umbral de la pobreza si reina la paz absoluta. Sobre todo se puede ser feliz, al no percibir abominables diferencias sociales, causa de la mayor amar­gura e in­dignación en todo espíritu que a sí mismo se tiene legítimamente por noble.









20 noviembre 2006

Recetas de economista


Stiglitz, Nobel de Economía, acaba de publicar un libro: "Cómo hacer que funcione la globalización". Lo dedica a re­cetas para hacer frente al drástico cambio de clima en el planeta con el debido respeto a la Economía que ha estu­diado y gracias a la que ha sido galardonado. Como si no hubiera otra técnica económica más que la del Mercado Li­bre...

Yo a mi vez respeto a economistas como él, Stern o el re­cién fallecido Friedman. Pero hasta cierto punto. Porque por muy Nobel que haya sido Stiglitz o precisamente por ello mismo, también tengo mis reservas si despojamos a su in­teligencia de los afeites de la convención sobre el saber economicista. El, como los otros, profesan el democratismo, analizan el capitalismo desde el capitalismo y se guían por patrones y módulos capitalistas. Es más, ellos son, con otros ensayistas mediáticos quienes no han hecho otra cosa que apuntalarlo y propiciado el funesto neoliberalismo de los neocons.

Ahora Stiglitz, hasta proponiendo soluciones a la crisis medioambiental del planeta es incapaz de dejar a un lado la economía ortodoxa. Sin duda piensa que si rompe con ella dejaría de ser quien es. Con razón...

Los tres, Stern, Friedman y Stiglitz, son de los que, como tuvieron éxito cuando fueron bien dadas y por eso a Stiglitz el sistema democrático le premió con el Nobel, creen que los fomentos, y no la cirugía, siguen valiendo para los males extraordinarios. Muy lejos de lo que pensamos quienes no comulgamos ni con la democracia liberal ni con el mercado libre. Demasiado lejos de los que creemos que a grandes males, grandes remedios.

Se ve que Sitiglitz sigue confíando en sí mismo, en la eco­nomía tradicional y en el Poder que le invistió como sabio. Un Poder, sea el político sea el económico, tal para cual, que él debiera saber nunca responde a los especialistas de su especie -por muy Nobel que sean-, más que cuando les conviene. Mientras no propongan variables que minen ta­jantemente intereses de los más influyentes, todo irá bien. Pero si los afectan, ¡ay amigo!

Lo que no puede decirse es que este economista no sea coherente con el academicismo económico. Lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Ni aun cuando están en el úl­timo tramo de su vida estos señores, en la que me encuen­tro yo, dudan de la oportunidad y de la eficacia de sus re­comendaciones de manual. Es lo que yo llamo estar atrapa­dos en la época en que se vive, en profesar los dogmas de la cuna. De lo “correcto” –en este caso lo económicamente correcto- no pueden des­pojarse los grandes hombres, aun economistas, ni al final de sus días. ¿Cree realmente Stiglitz que vayan a hacerle caso y que sea lo que propone una solución?¿o no tiene más remedio que creerlo hasta el último suspiro? La solución que propone: “el que contamina paga” es a todas luces incompatible con el mecanismo económico en general capitalista. Luego diré por qué.

Porque si Stiglitz se considera en la obligación de hacerse eco de las alarmas de la Ciencia repartiendo recetas eco­nomicistas para encarar el futuro, no creo que sea tan inge­nuo que confíe en que el sistema económico que ha refor­zado (gracias a lo que él y Friedman obtuvieron el premio Nobel), vaya a hacerle algún caso. No es posible la sinergia repentina, que es lo que imperiosamente se exige y lo único que aportaría eficacia a la propuesta.

Los que no vemos la Economía desde la perspectiva del Nobel en la que caben máximas como "El que contamina paga" (como "el que deposita la fianza se libra de la cárcel"), pensamos que ellas y otras parecidas son justamente las que nos han traido hasta aquí y van a estrellar al mundo co­ntra la fatalidad. "El que contamina paga" es lo que reco­mienda con énfasis Stiglitz en su último libro. Pero no cree­mos que en modo alguno la tabla de salvación esté en ello. Y no lo creemos sencillamente porque los que arruinan el capitalismo son justo los capitalistas y luego los teóricos del capitalismo como él, Friedman, Stern... Pagar por contami­nar no es problema. Simplemente porque es cuestión de “hacer Caja”. Los rendimientos de la contaminación estarán siempre muy por encima de la multa. Si por contaminar me cuesta 50 pero gano 100, todavía gano 50. Es decir, com­pensa contaminar pese a la multa. Salvo que la multa sea de tal envergadura que el contaminador no pueda pagarla más que declarándose en quiebra. Esto también es de Alta Economía. Pero esto, sr. Stiglitz, vd. sabe muy bien que la misma Economía que le dio el Nobel no va a permitirlo.

El único de los economistas que tiene conciencia y valora­ciones aparte, y me parece que no es Nobel, es Jeremy Rif­kin. Pero Rifkin no se une a ese lenguaje relamido de solu­ciones de naftalina y de autoengaño.

No. Nos encontramos en un momento crucial en el que, desde una perspectiva mucho más amplia que la escleroti­zada que ofrece la macroeconomía de mercado, la de Sti­glitz, el lema es bien otro: "El que contamina, a la cárcel de por vida". (Lo mismo que en el orden social: "el que tiene di­nero para depositar fianzas, a la cárcel porque el disponer de él prueba que lo ha conseguido a través del delito que se va a juzgar"). Y así sucesivamente...

El mundo no puede seguir exigiendo libertad y abonando libertad a manos llenas. El mundo inteligente no puede se­guir confiando en una "buena voluntad" que no aparece por ninguna parte entre los intersicios del Poder en asuntos gra­vísimos. Ni el mundo ni Stiglitz pueden caer en la miserable ingenuidad de creer en el esfuerzo de los dueños del mundo que constituyen una tupida red. Red de enormes propieta­rios, de grandes contaminadores, de grandes ladrones, de grandes genocidas, de grandes delincuentes; unos aña­diendo a su depredación toneladas de charlatanería, y otros con silencio sepulcral. Pero todos conduciendo a la humani­dad a donde, si la hubieran consultado, no querría ir...

Son encomiables por su rigor, sencillez y razonabilidad al mismo tiempo los diagnósticos y propuestas de Stern y Sti­glitz, ambos ex directores del Banco Mundial -aquél britá­nico y éste estadounidense- para retrasar, más que reme­diar, los funestos efectos del cambio climático. Pero suenan a homilías del predicador que se las da de bueno y avisado, sabiendo a ciencia cierta que sus prédicas van a caer en saco roto. Y digo esto porque ellos, Stiglitz y Stern, cultiva­dores del capitalismo que quieren reformar cuando ya es tarde, señalan disfunciones en la inteligencia global que son a todas luces incurables. Pues disfunciones de la inteli­gen­cia, y peor, del instinto, son las que Stiglitz recoge en su obra: En "el sistema" a) "se prima con subsidios a las indus­trias de gas y el petróleo", b) "algunas empresas celebran que el casquete polar se derrita porque disminuirá los cos­tes de extraer el petróleo existente bajo el océano Artico", c) "Exxon financia a grupos de estudios para minar la con­fianza en la ciencia que se ocupa del calentamiento global, del mismo modo que la industria del tabaco financia investi­gaciones para poner en duda datos estadísticos que mos­trasen la no relación entre tabaco y cáncer"; etc, etc.

Y con esta mentalidad en los núcleos del motor económico capitalista ¿acaso ve Stiglitz algún signo esperanzador de que la condición de quienes dominan el capitalismo, pueda cambiar? Cuando no se ha modificado la política impositiva en este sentido, que desde hace años era ya lo más razo­nable, ¿van a cambiar ahora de golpe y porrazo los gobier­nos y empresas devastadores, los intereses financieros de quienes detentan todo el poderío económico, el político, el financiero, el industrial y el militar, por mucho peligro que vean en el horizonte? En modo alguno.

Los supercerebros científicos, los cerebros economistas, los eticistas y los religiosos dan las recetas: "hay que hacer esto y lo otro, hemos de ser buenos porque si no contra­eremos enfermedades terribles o iremos al infierno; la de­mocracia es la mejor opción porque brilla la libertad y "sólo" en ellas se respetan los derechos humanos. Sed buenos, honestos, y mirad por el bien de todos...

¿Quiere Stiglitz imbuir a los lectores de sus libros de todas esas medidas que propone, cuando los lectores comunes nada pueden hacer, y los destinatarios directos, febriles, es­quizofrénicos, presos de la avidez, de la codicia, de la pato­logía del poseer y poseer, hacen oídos sordos a todo lo que no sea satisfacerse? Porque a quien hay que concienciar precisamente es a ellos, a quienes no leen absolutamente nada y son los que causan los desastres sobre los que los teóricos alertan y acerca de los que Stiglitz propone fórmu­las para evitarlos o aliviarlos...

El estado de cosas en el mundo relacionadas con el cam­bio climático es incompatible con la libertad. Métasenlo en la cabeza esos cerebros lúcidos de la Economía que la conci­ben en clave exclusivamente capitalista y de mercado libre aunque saben también que hasta esto de la libertad en el mercado es falso; que sólo es libre... en lo superfluo.

El espíritu ¿podrá más que el cuerpo? La inteligencia indi­vidual ¿podrá más que el instinto? El amor a los demás ¿podrá más que el amor a sí mismo? La inteligencia colec­tiva ¿podrá más que la que reside en el grupo, en la facción, en la mafia? No. Nada de eso cambiará por las buenas. Cuando se hacen guerras -que no lo son por su asimetría- basadas en mentiras y para robar; cuando los grandes inte­reses se vienen comportando así con la obsesiva intención de conseguir más y más beneficios ciegamente, como "manda el mercado", ¿quién confiará en que los predicado­res religiosos, los eticistas, los juiciosos, los premio Nobel puedan cambiar lo que sólo la iluminación del cielo podría conseguir?

Es lógico que, al igual que yo ahora escribo (aunque en mi caso sin proyección alguna en el concierto de la conciencia colectiva), ellos, los grandes especialistas y superinteligen­tes, sea en ciencia sea en economía, tengan el mismo pro­pósito: escribir, por deber de conciencia y por confiar en que alguien les haga caso. Vana idea. Si la economía y los eco­nomistas pudieran cambiar las cosas del mundo “libre”, ya hubiera copiado todo el mundo la fórmula hace mucho tiempo. Los economistas no hacen más que ensayar y en­sayar de probeta en probeta, de matraz en matraz. Y todo acaba en eso, en mero ensayo. No comprendo cómo se les puede dar premios universales cuando lo que hacen es pro­poner siempre mecanismos que acaban por enriquecer más a los ricos y empobrecer más a los pobres.

Quienes se comportan como lo vienen haciendo en gue­rras, quienes vienen emitiendo sin pausa CO², quienes ce­lebran el derretimiento del casquete polar, etc. son los mis­mos que están dispuestos a desencadenar una guerra aun­que sea mundial, con tal de que no les apabullen los tributos o de que no les retiren los subsidios. Y quienes debieran re­tirárselos, como propone Stiglitz en su libro, son justamente los que les han hecho caso en lo que les convino y luego han ido raudos a arrasar, como Atila, la cuna de la civiliza­ción por un puñado de lentejas con una sarta de mentiras.

He asistido a lo largo de mi vida a casos de quiebras y suspensiones de pagos que se permitían cínicamente mu­chos empresarios con tal de no ceder un solo punto en el alza del salario de sus empleados.... ¿Quién creerá que puedan hacerles caso a estas lumbreras mientras la libertad de los más fuertes sea más sagrada que la biosfera?

Este es el drama humano: que con libertad que secuestran en todos los países unos cuantos, y en uno solo la que pro­voca el desequilibrio del mundo entero, no se puede ni re­formar ni frenar al nivel que Stiglitz propone. De ahí que al­gunos, que sabemos bien que eso es así, apostemos por el puñetazo en la mesa y por el sistema totalitario que no haga concesiones en el manejo de la nave, para salvar al mundo y salvarnos todos. De otro modo no hay nada qué hacer. Las prédicas de estos cerebros formados en la ortodoxia capitalista, tampoco. Son puro divertimento, ediciones y edi­ciones de libros que precisamente sólo leemos quienes no los precisamos.

Nota.- (!Ah, por cierto¡ ¿por qué no se le ha ocurrido a Stiglitz consultar con un economista chino a ver qué piensa sobre cómo salvar al planeta? Aunque no sea un Nobel como él, seguro que tiene buenas ideas en nom­bre de más de mil millones de seres -el doble de la población estadouni­dense- que no es probable que puedan estar de plano equivocados)

13 noviembre 2006

El mundo sobre verdades de papel

Decía Ortega y Gasset que hay verdades que se susten­tan en la discusión y duran sólo el transcurso de ella.

Estas de las que voy a hablar aquí no son dos ficciones, ni dos tesis. Son, como digo, dos verdades, pero dos verdades llamadas a durar lo que dure la lectura. Luego se las llevará el vendaval colectivo-mediático y se evaporarán...

ETA y el terrorismo vasco, Al Qaeda y el terrorismo inter­nacional son dos mentiras gigantescas. La mentira se dis­tingue siempre de la verdad en que la verdad es a menudo complicada de explicar, mientras que la mentira es muy sencilla: suele caber en tres palabras. En esto, en este cuasi principio se basa el libelo, la maledicencia, los chis­mes de comadres y buena parte de la historia del presente, tanto la de este país como la del mundo entero.

¿Que hay terrorismo? ¡Qué duda cabe! Siempre lo hubo. No es un fenómeno del siglo XXI. Lo que es un invento es la intensidad, la persistencia, la onda expansiva psicológica que se percute a su abrigo, las organizaciones superinteli­gentes y estables que se hacen suponer. Pues nada de esto responde a toda la verdad...

La diferencia entre ETA y Al Qaeda es que tras la inten­ción separatista genuina de ETA que se pierde en la noche del tiempo, siguió el invento hasta nuestros días. Es, en cualquier caso un invento hispano. Pero Al Qaeda lo es del ingenio neocons. Que una y otra ficción o verdad a medias matan, también es palmario. El terrorismo es el arma de los débiles. Pero lo que sucede es que si el terrorismo ocasio­nal, ahora, por ejemplo, en Irak, en Palestina, Líbano, Gaza son respuestas a una política devastadora y genocida, las acciones terroristas sobre las que se ha levantado la política nacional española y la norteamericana son aisladas y en absoluto justifican medidas y políticas que las magnifican hasta la náusea para justificar atrocidades y una geopolítica marcadamente colonial a la que a su vez aquéllas respo­den.

Unos cuantos chiflados de buena fe y otros cuantos no tan chiflados por un poco de dinero, pueden sostener el mito y con el mito otros desde los despachos mover montañas. Porque en el río re­vuelto, los pescadores con licencia echan al río muchos ce­bos. Y la pesca, que originariamente fue con caña y gusano, acaba convertida en pesca con red y técnica de arrastre. Y así sucede que, cuando los chiflados no matan por su causa, vienen los sicarios desde las cloa­cas que, por una promesa y unos denarios ponen una mo­chila aquí y una goma dos allá, sin saber siquiera lo que lle­van ni lo que su acción va a provocar. Otras veces fue el pistoletazo de un miserable que nada tenía que ver con "la causa", pero de­jando en el suelo una parabellum acullá pro­ducirá los mis­mos efectos que si hubiera sido disparado por "la causa". Al final ¡qué más da! ¿Quién se va a molestar en desdecirles, en decir: "no hemos sido nosotros, son los fas­cistas del otro lado, los centralistas"? Ni nadie les va a creer, ni nadie quiere creerlo. Y además, burla burlando les puede hasta venir bien a quienes desean separarse del Estado que así se crea. Es difícil calcular si la aprobación o desaproba­ción será eficaz para esos fines. Por eso, al final la dificultad del desmentir hace que se decanten por callar. El caso es que esta situación puede du­rar en el tejido social treinta, cincuenta años o un siglo. Mientras la idea madre dura, los gobiernos que se van sucediendo están atrapados en ella, y sus cloacas no tienen más que mantenerla como las sacer­dotisas mantenían el fuego sagrado de los dioses. Mientras tanto ellos, los políti­cos, sólo tienen que "administrar" social, económica y políticamente el ma­rasmo...

En cuanto al terrorismo internacional, tres cuartos de lo mismo. Pero, naturalmente, con su toque americano de cow boy, gansteril, dillingeriano. Personajes de leyenda tipo pe­ter pan combinados a lo halloween: Bin Laden o el mulá Omar, son suficientes para poner en marcha la ficción y tirar de la historia contemporánea hasta cansarnos. No importa que sean ya muchos los que después de Thierry Meyssan, director de la Réseau Voltaire, y entre americanos, aboga­dos, políticos y periodistas hayan puesto a descubierto que el autor más o menos intelectual, como ahora gusta decir, del 11S, fue la misma administración Bush. Porque como en el caso hispano, ¿quién tendrá la superior fuerza que haga prevalecer su tesis, prácticamente indemostrable a escala universal, sobre la teoría conspirativa nacional en un caso, e internacional en el otro; máxime cuando todos los medios día tras día la refuerzan y rentabilizan con millones de pági­nas impresas y otros millones de horas televisivas? ¿Qué se ganaría con que resplandezca la verdad verdadera si hubiese alguien capaz de desmontar urbi et orbe la sesión de ilusionismo de un tajo? El mundo mediático se vendría abajo. Y no sólo el mediático. El mundo, que ha pasado de una Era a otra a partir de una mentira, se desplomaría con efectos más perniciosos económicos que los que tendría una guerra de verdad. Conviene, pues, seguir creyendo que las cosas son como parecen y no como en el fondo son. La historia, en cualquier caso no es más que una sucesión de conspiraciones victoriosas que prevalecen unas sobre otras. No mucho más. Sólo de los hechos mate­riales, general­mente trágicos, podemos estar convencidos porque los ve­mos. Aunque en ocasiones hasta dudemos de ellos cuando nos los han pasado por la pantalla millones de veces, y hasta pueden seguir ahí las Torres Gemelas y no verlas...

Pero de quiénes sean sus autores jamás se sabrá a cien­cia cierta. Y aunque termine sabiéndose ¿qué más dará? ¿Qué más da saber treinta años después que Kissinger, tras desclasificaciones de la CIA fuese el padre del golpe Pinochet? Se le da el Premio Nobel y se lava con perfume la herida ya cicatrizada...

Hay muchos proverbios y refranes que apuntan a esto, y hay uno bien expresivo castellano: "el que dice ¡al ladrón!, ése es el ladrón"

La cosa es que la bola de nieve se hace cada vez más grande a medida que pasa el tiempo. Y aunque muchos en el mundo y en este país "sabemos" que nada (o muy poco) de lo que se dice sobre sucesos terroristas es verdad salvo el suceso trágico en sí, el mundo seguirá su singladura como si lo que sucede fuese como se relata y los autores fuesen quienes se señala. A fin de cuentas también los griegos antiguos, pese a saber que no existían sus mitos, vivían "como si existieran".

De la ETA auténtica sólo quedan hace mucho tiempo las cenizas. Lo que queda de ella son encapuchados de oca­sión y gestores de la mentira que comparten, todos bien gustosos, con el resto del país.

Al Qaeda y demás son dos artificios rellenados con la far­folla de unos cuantos chalados y de otros cuantos "profesio­nales" del crimen, para mantener el mito hasta donde y cuando haga falta: una mina inagotable que puede durar más de lo debido. O quién sabe si no meses: bastará que los demócratas yanquis vean provecho en delatar a Bush, aunque como im­perialistas que son todos ya estén prepa­rando sus propias insidias, tretas y barbaridades suavizando inicialmente la repulsiva agresividad de los republicanos neocons.

Bueno, ala, ahora volvamos a las verdades oficiales que es desde nos podemos entender y todos los círculos mediá­ticos comunicarse. Limbo donde la sociedad española y el mundo están acostumbrados a desenvolverse y sobre todo a perorar.

Pero dígase lo que se diga, yo afirmo: "eppur si muove".

08 noviembre 2006

Pensamientos mutilados

Discurrir hoy día sobre la realidad -cualquier realidad cer­cana o global- sin tener vivamente presente el inminente futuro; es decir, no tener conciencia de que la Tierra es un planeta moribundo, es haberse hecho ablación de un lóbulo frontal para no deprimirse...

Es cierto. Es sensato no obsesionarse por lo que pueda suceder mañana. Pero una cosa es la obsesión y otra, cuando hay signos tan claros de entropía, expresarse sobre el presente sin tener en cuenta las consecuencias de lo que tratamos hoy en función de las disfunciones que ese futuro inmediato nos habrán de deparar. La planificación econó­mica, por ejemplo, prácticamente nula en el sistema liberal a diferencia del sistema intervencionista, no calcula los efec­tos del cambio climático e ignora el riesgo. Por eso proyecta urbanizaciones en lugares desérticos, grandes consumido­ras de agua; por eso hace cálculos macrofinancieros, planes a largo plazo de todo tipo, de producción y consumo, sin considerar los efectos gravísimos que sobre todo ello se produ­cirá no con probabilidad, sino con seguridad. Sólo se puede reflexio­nar hoy como si el mañana no existiese, si habla­mos en preté­rito, de Historia...

He leído al completo un compendio periodístico titulado "Las ideas que mueven el mundo", con una docena de artí­culos firmados por autores de postín. Y es relativamente cu­rioso -relativamente porque como dijo el emperador Marco Aurelio: "Quien ha visto desde el alba a la noche un día del hombre, los ha visto todos"- que ninguno de los articulistas apenas toque el aspecto crucial del fin no ya de la historia, sino de las fuentes de la vida, de la vida misma que aparece en el horizonte inmediato entre luces pálidas y negras som­bras. Y es que si los españoles se ca­racterizan en general por su despreocupación, por su inclinación a improvisar, los in­telectuales españoles, o los que pasan por tales, son más dile­tantes que capaces de mover el mundo. Veamos esta plé­yade que forma parte de los colaboradores del com­pen­dio periodístico a que me refiero:

Savater, catedrático de Filosofía de la UCM; Antonio Elorza, catedrático de la Historia del Pensamiento Político de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM; Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED; Joaquín Estefanía, ex director de El País; Josep Ramoneda, director del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona... Y por fin, Wagensberg, director del Museo de Ciencia CosmoCaixa de Barcelona.

Pues bien, a excepción de éste último, Wagensberg, que en su contexto alude significativamente al “desastre" que asoma -y por eso mismo él constituye la excepción a los efectos que trato de destacar aquí-, los demás desvinculan absolutamente sus tesis de un mañana obviamente oscuro. Como si sus premisas y divagaciones no tuvieran nada que ver con el mañana cuando están tratando, nada menos, que de "ideas que mueven al mundo". Pues si las ideas que mueven al mundo prescinden del futuro a la vuelta de la es­quina, bien porque problematiza el razonamiento a sus pen­sadores o por igno­rancia supina, aviados estamos: no serán las ideas de esos ilustres de las que puedan realmente mo­ver algo, y menos el mundo.

Pueden suceder dos cosas: que lo inhiban deliberada­mente para facilitarse su literatura, o que lo inhiban por in­capacidad manifiesta. Es muy arduo para un intelectual -como lo es para un tabaquista dejar de fumar de repente dos cajetillas diarias- pensar sin los parámetros y ortodoxias que funcionan en ellos como piedras filosofales. Y menos si lo que les preocupa es no pasar por excéntricos o hetero­doxos.

Por ejemplo, Estefanía afirma en su artículo que con la caída de Berlín se "autodestruyó el socialismo real". Esto no tiene que ver con el futuro en cierto modo, pero sí su pro­yección. ¿Qué le autoriza a hacer tan rotunda afirmación cuando el socialismo real sigue (en el caso de China des­arrollándose libremente como estaba previsto) en tres paí­ses, y otros an­dan buscando incluso en él "la solución" que no encuentran, hartos ya, en el neoliberalismo destructor? Amelia Valcárcel vaticina pese a todo que "Nada ni nadie evitará el choque (de civilizaciones) como tampoco asegura la victoria". ¿Llama choque a lo que, si se produce, será el impacto de una locomotora contra un muro de papel? El ar­tículo de Savater es, como siempre, un juego floral. Divaga. No mueve nada ni mueve a nada. Ya tiene bastante con su "Basta". Elorza apunta al error, según él, de la utopía liberal de Fukuyama pero sin aludir al fin de la Historia por este otro lado del desastre humano provocado por él mismo... Y todos así, expresándose en parecidos y relamidos términos. Me refiero a los más conocidos, pero también hay otros artí­culos en el mismo dossier de colabo­radores de segunda fila que, como no podían ser menos, adolecen de lo mismo. Quizá por eso les han dado cancha en el periódico...

Porque ese futuro cercano, que se toca con la mano, está ligado al vuelco del clima: un hecho que ya no es una con­jetura. Y también con la amenaza creciente de la deflagra­ción nuclear. Hechos, uno diagnosticado ya, y el otro proba­ble, que son determinantes de variables profundas de todo género, desde el biológico hasta el económico, pasando por lo social y lo antropológico. En las so­ciedades humanas va a reper­cutir lo suficiente como para ser el hipotético verdadero fin de la historia, y no como lo concibe Fukuyama que ya se declara a sí mismo equivocado. Va a repercutir, para re­examinar si ha fracasado el socialismo real o hay que volver a él, para valorar el sentido de la especulación filosófica, para conjeturar si el predecible choque de civiliza­ciones no será más bien un ata­que desquiciado y gra­tuito, de Estados Unidos, como desquiciadas y gratuitas han sido las dos ocupa­ciones armadas de sendos países asiáticos...

Lo que es indudable es que el mundo no es lo que era en la materia trascendental de su propia supervivencia bioló­gica, no la inorgánica que está a salvo. Planea una heca­tombe atómica como amenaza "razonable". Y no es que lo futurible haya de ser inherente a todo pensamiento explícito y menos asociado al presente, pero las reservas prudentes a que obliga todo pensamiento que se precie, sí es algo que intelectivamente acredita o desacredita al pensador. Y los relacionados al principio, salvo Jorge Wagensberg, son es­cribidores mutilados del espíritu y del seso.

01 noviembre 2006

Sobre el informe Stern

Nicholas Stern, ex economista-jefe del Banco Mundial, en un informe de 700 páginas encargado hace un año por el mi­nistro británico del Tesoro, anuncia el desplome de un 20% de la eco­nomía mundial si no cambia la deriva del clima.

Stern propone cuatro maneras de recortar las emisiones de gases de efecto invernadero para frenar el calentamiento de la tierra hasta tasas que hagan compatible el crecimiento económico y el respeto al medio ambiente, que costaría un 1% del PIB mundial.

Según el informe los niveles de gases de efecto inverna­dero se situaban en 280 ppm (partes por millón) de CO² antes de la revolución industrial. Ahora se elevan a 430 ppm. Si las emisiones anuales se mantuvieran al ritmo ac­tual, se eleva­rían a 550 ppm en el año 550. Pero si el in­cremento se acele­rara con la misma intensidad con que crece ahora, se podría alcanzar esa cifra en el año 2035.

Si no se tomara ninguna medida para frenar las emisiones, el volumen de gases se triplicaría al final del siglo XXI, pro­vo­cando un aumento global de la temperatura de 5 grados. Hay que tener en cuenta que 5 grados es la diferencia que hay entre la temperatura actual y la de la edad de hielo.

Predice Stern lo que cualquier ignorante pero despierto, puede deducir si esto sigue así: ham­brunas, movimientos mi­gratorios masivos, pérdida de fertili­dad en inmensas exten­siones, falta de agua potable y un largo etcétera que pone los pelos de punta a un ser humano "normal"... Pero lo que no dice, porque el lenguaje común no es de especialistas es: se­ñores, la responsabi­lidad de tantas partículas ppm es de las energías conven­cionales, y de ellas el 90% corresponden a la automoción, al coche parti­cular y a la electricidad. Si quieren vds. so­brevivir, habrán de dejar de fabricar coches de uso pri­vado o reducir drásticamente su fabricación dejando sólo la desti­nada al transporte público, o bien sustituir inmediata­mente el petróleo por el hidrógeno. No, esto no es cosa del eco­nomista. Para eso están los que deben tomar buena nota de lo que dice Stern, aunque podemos apostar que les traerá sin cuidado. Y para explicarlo con el lenguaje de un niño es­tamos los demás...

Y es que los seis mil millones largos de seres humanos "normales", nos encontramos manejados por dirigentes po­líti­cos, económicos, empresariales o industriales "mutantes". Un mutante es un espécimen que piensa y siente de ma­nera di­ferente al común de los mortales. Cada época le confiere un distintivo. Y en la actual, sólo está atento a salir adelante cada día con su grupo político, financiero, indus­trial... sin nin­guna capacidad para dar marcha atrás en nu­merosos as­pectos econó­micos que la biosfera requiere.

La respuesta a las 700 páginas del in­forme de Stern sobre lo que va a ocurrir cabe en una sola: nadie le va a hacer caso. Todo seguirá igual. Para ejecutar las medidas pro­puestas en el informe, sería necesaria una inteligencia extra­ordinaria corporativa que no existe en el mundo occidental, asociada a una sinergia por eso mismo imposible.

A diferencia de los griegos de la antigüedad que vivían pre­ocupados por todo lo con­trario: por el metron, por la me­dida, es decir la contención, y como otros pueblos y personajes se mo­vie­ron por la expansión de la libertad o los Descubrido­res por la funesta evangelización, y así sucesi­vamente... la so­ciedad occidental ha venido obligando a calcularlo todo por la desmesura.

Efectivamente, los meca­nismos que interactúan en las so­cieda­des llamadas "libres" son exclusivamente de or­den eco­nómico y esta­dístico: incentivo, impuesto, tasa. Que nadie espere comprender de otro modo que para que el Arca de Noé no naufrague, hay que despertar a una conciencia nueva global y a una comprensión del mundo dis­tinta en las que el número sea sólo auxiliar. Es­perar que los pueblos dirigentes y sus miem­bros rectores re­nun­cien a esa desmesura base de la economía mundial, al saqueo, al expolio de los recursos es como haber pedido a los griegos antiguos que renunciaran a la so­frosiné durante los siglos que se condujeron por ella, o que los Conquistadores abandonaran sus genocidios...

El marco y las medidas que propone Stern en su informe son económicas. Occidente no puede interpretar de otra ma­nera el mundo. No puede concebir las “necesi­da­des” del pla­neta sino a través de lo económico. Son dema­siadas las ge­nera­ciones que han venido viendo la realidad a través de esa ma­nera de entender el mundo y la vida.

Pero ¿qué dicen a todo esto la antropología, la sociobio­lo­gía y el sentido común?: que nos encontramos en un punto crítico del devenir humano y planetario. Y en seme­jante trance, mientras los demás países al parecer no dicen nada, los británi­cos buscan la esperanza no en una sacu­dida de la in­teligencia natural de la Intelligentsia mundial, sino en los efectos que la Economía y la reacción econó­mica de mentes acostumbradas a contar magnitu­des milmillonarias, puedan producir en toda la sociedad humana. No hay quien, sobre todo si tiene alguna conexión con la alta política y las altas fi­nanzas, sea capaz de razonar de otro modo en el que no esté presente la macroeco­nomía.

Pero resulta que la cosa, por aquí, desde el sentir y pensar virgen del niño, ha de ser de todo punto inútil. Las teorías so­bre la especialización de Herbert Spencer prepararon el te­rreno para el diseño del mundo industrial y postindustrial. Y ahora Stern propone la solución del desastre que se ave­cina, a base de comportamientos economicistas que contra­dicen el propio sentido seguido por la sociedad posindustrial para el despam­panante progreso. Desandar lo an­dado es lo que propone Stern para que la economía mun­dial no se des­plome. Piensa que la amenaza pueda hacer reflexionar a in­dividuo por indivi­duo, a corporación por corpo­ra­ción, a lobby por lobby, a na­ción por nación. Nada más inge­nuo. Y una cosa es expre­sarse como un niño y otra que el niño sea estú­pido... Pre­ocupa­rán, sí, los números, las cuentas; pero los de cada cual, no las glo­bales, no las totales, ni la vida en sentido bioló­gico. Mientras que cada cual, cada emporio, cada fábrica de co­ches pueda seguir adelante hoy, para nada le importará el hundirse mañana, y me­nos si el riesgo está en hun­dirse al mismo tiempo que las de­más.

Cuando generación tras gene­ración ha venido actuando en el mundo "exclusivamente" activada por el beneficio, por el incentivo de la posesión que le ha hecho "prosperar", y el sistema económico lo ha potenciado aún más so pretexto de que la ambición del indi­viduo -refrenada en unos países sólo con la religión y en otros, como la Gran Bretaña, con la Sal­vation Army-, era el principio y el motor del desarrollo, no puede de re­pente dar marcha atrás en el engranaje eco­nó­mico la generación que le correspondería hacer lo que debi­era para salvarse a sí misma. Preferirá que la humanidad se diezme rápida o repentinamente, a claudicar. ¿Perder, de­cre­cer? En la ruleta de la economía po­lítica es sa­bido que to­dos juegan al todo o nada y que los límites se los pone sólamente la mayor potencia mercantil o política o armamentística de otro competidor, pero nada extraño a ellos.

Hablaba hace unos días de la libertad totalitaria, un modo de entender la libertad compatible con la existencia digna e inteli­gente. En un modelo de sociedad en que esa concep­ción es­tuviera arraigada, las medidas a adoptar propuestas por Stern cobrarían cuerpo inmediatamente y el mundo pa­saría a la ac­ción imprescindible para salvar al planeta y a la humani­dad de sí misma. Pero ¿quién, con esta filosofía in­fame de la eficacia, de la productividad conseguida por norma a base de la rapiña y de la maquinación, de la deshonra de la quiebra, del incen­tivo y de la penalidad crematística, del beneficio y de la pérdida corporativos o individuales, de la codicia y el re­freno de la co­di­cia sólo con una moral que -en occidente- en­tre condenar la avaricia y po­tenciarla cada día que pasa más se decanta por alentarla?

Stern cumple con su cometido de informar sobre efectos y soluciones a petición del gobierno británico asustado por lo que se nos viene encima. Pero el vaticinio propio de un faci­lón orá­culo de Delfos dicta lo que desde hace muchos años le viene dic­tando a cualquier cerebro sencillo que no vive dor­mido u obse­sionado por el poseer, más bien por el amonto­nar...

¿Quién puede esperar que alguien sea capaz de detener el motor que a miles y miles de revoluciones ha propulsado hasta ahora el progreso -el material claro está? El aprendiz de brujo aplica el conjuro mientras el Brujo dormita, pero luego no sabe cómo detener los efectos del conjuro. Sólo el Brujo puede hacer que las cosas vuelvan a su ser, a la nor­malidad. Lo terrible entre humanos, es que en los últimas dé­cadas han existido y existen infinitos aprendices de brujo pero no existen Brujos para remediar las torpezas, los fata­les erro­res de cálculo e imprudencias del aprendiz. Por eso es fácil­mente predecible que los dirigentes y magnates del mundo no se moverán ni un solo milímetro de donde están.

No hay mas echar un vistazo solamente a este país, a Es­paña, y nos ilustrará lo que le espera al futuro a la vista. En lugar de haber disminuido la emisión de los gases contami­nantes, como es­taba previsto desde la Unión Europea, en el último lustro han arreciado. La sequía es un hecho. Pues si­guen las can­chas deportivas, las glorietas, los parterres públi­cos tan ver­des como en un paraíso de agua. Desde todos los paí­ses oc­cidentales los pescadores agotan los bancos de pe­ces, se vuelve a la carga contra la ballena, el coche parti­cular sigue en alza, las naciones industriales maldicen si las ventas de esos focos de carbono decrecen, la administra­ción esta­dou­nidense propone la tala de bosques para que no se incen­dien, el Amazonas se arruina por días...

¿Quién creen estos asustadizos repentinos: el economista que se limita a dar el informe y los políticos británicos que hasta ahora no han pensado más que en guerras para ali­mentar las fuentes de CO², que los magnates, los industria­les, los constructores, los madereros, los promotores que han vuelto la espalda a las energías alternativas van a ilu­minarse de repente y a abandonar la rapiña, el saqueo febril de los re­cursos y el patrimonio que pertenece al planeta? En estas condiciones ¿cree Stern y alguien con la cabeza en su sitio que no sea un ingenuo u optimista tan peligroso como ellos, que quienes tienen la terrible responsa­bilidad en este sen­tido, le escucharán y modi­ficarán una mi­cra su comporta­miento avaricioso y filibustero?

La suerte está echada, Mr. Stern. Muchas gracias por sus esfuerzos en 700 páginas. Pero la real solución de lo grave del mundo no está ni en los números, ni en la economía, ni en la política. Está en la sabiduría de la que absolutamente carecen todos los hom­bres y mujeres sobresalientes por sus capacida­des para la repre­sentación teatral al frente de una tecnología que, en­cima, in­ventaron otros que apenas recordamos o no cono­ce­mos.

Lo que le falta al mundo es alguien como aquél que hace cuatro milenios comprendió al ser humano mejor que nadie pero ya no existe. Aquel de la cultura hindú que sentenció: "Cuando haya sido cortado el último fruto, talado el último ár­bol y pescado el último pez, el hombre comprobará con asombro que el dinero no se come". Sólo entonces, cuando ya no habrá solución, todos los que aún sobrevivan estarán dispuestos a hacerle caso...