26 febrero 2006

Escribir nos transforma

No sólo en el aspecto psicológico, pues desconfío de todo desarrollo parcial en detrimento del inte­gral de la persona si no sabe administrarlo; pero tam­bién...

Escribir habitualmente transforma el ser en todas direccio­nes. Siempre hay un momento para hacerlo. Lo mismo que para leer. Pero escribir cambia aún más. Desde el momento en que una persona escribe algo medianamente meditado, es otra. Es in­creíble hasta qué punto una persona que ver­baliza una cues­tión fuera de las notas ordinarias para andar por casa, desde el momento en que coge el teclado o la pluma y la plasma en el papel o en la pantalla, puede sor­prenderse a sí misma “dis­tinta” en relación a ese mismo tema. Pues aun­que escriba en una dirección ideológica, es decir, de pensa­miento cerrado y “prestado”, se da cuenta también de su ob­cecación al renun­ciar a otros aspectos que atisba aun­que su propósito sea ex­plotarla. No hablo del dictado, de quien acostumbra desde su poltrona a dictar a otro u otra sus men­sajes, instrucciones u ór­de­nes. Hablo de quien escribe reco­gido en su mismidad y ha de meditar una brizna lo que piensa para pasarlo al soporte co­rrespon­diente.

Es indudable que para escribir hay que saber leer. Pero el analfabetismo actual no viene de no saber leer juntando las le­tras, sino de limitarse a pasar la vista por encima de lo es­crito, de quedarse con los titulares de un periódico y todo lo más con la en­tradilla. No ya, como la llamaba Ortega y Gas­set, de no practicar la “lectura vertical”, es decir, la lec­tura "pensante" en los asuntos que lo requiere, sino de pre­ferir el panfleto a la hoja parroquial, la hoja parroquial al fo­lleto, el fo­lleto al pe­rió­dico... el periódico al libro, el libro a la acción de escri­bir per­sonalmente lo que uno piensa.

A menudo se renuncia a escribir de antemano sin po­nerse a prueba, como si escribir fuera algo propio de "exper­tos"...

Escribir supone una tensión mental, una búsqueda de re­fe­rentes, una necesidad de cerrar en nuestro cerebro las grie­tas al argumento elástico pero lo más absoluto posible. Pero tam­bién, el asumir las consecuencias de nuestra op­ción, de nues­tro relativismo, subjetivismo, solipsismo, según los casos y la materia que abordemos. Porque quien gusta del debate o la discusión, hará planteamientos estrictamente "especializa­dos" para discutirlos con otros tan especializa­dos como él. Pero quien rehúye la polémica, no porque crea que está en pose­sión de la verdad sino porque tras la difi­cultad de encon­trar al­guna medianamente estable, una vez descubierta la hace suya y es "su" verdad, escribirá mucho más con el pro­pósito de re­conciliarse consigo mismo antes que buscar con­vencer a los demás. Incluso antes que sinto­nizar con los de­más. Aquí, en ello y aproximadamente, agotará su propósito, su idea. Pero para escribir, como para hablar, no se precisa ser un “enten­dido” en escritura, si lo que deseamos es ex­pansionarnos y no asombrar. Porque a esto preferentemente me refiero...

Escribir alivia, conforma el pensamiento, lo talla, lo nutre. Y está al alcance de todos. Incluso es un recurso sin igual co­ntra las enfermedades de­generativas del cerebro y aun de la circu­lación sanguínea. Lo de me­nos al escribir es hacerlo bien, con elegancia, con persua­sión, con efectos colaterales o secunda­rios de compartir la idea con otros. Lo que importa es que "obliga" al pensamiento. Por eso no es prioritario hacerlo "bien". Estamos tan hartos de tantos que escriben dominando el lenguaje escrito para decir sandeces, incon­gruen­cias, desa­tinos, exabruptos, barbaridades, que valora­mos mucho más lo es­crito toscamente, aunque no lo com­partamos, pero pen­sado con mimo, que los ríos de tinta al servicio de la mente­catez y a menudo de la parciali­dad des­carada a favor de causas inno­bles y exactamente monstruo­sas. Y no sólo es­toy pensando en el periodismo. Ni siquiera en el ensayismo mediático. Estoy pensando en tanto necio ilustrado que es­cribe contra natura, contra la sensibili­dad elemental, contra el humanismo clásico y hasta contra la humanidad escudado en un hipotético éxito no­ve­lero o pseu­dointectual.

Lo dicho. Aquél o aquélla que todavía no ha pasado de la lectura a la escritura, si se decide a escribir, comprobará por sí mismo o por sí misma que empieza a ser casi, casi, otra per­sona.

APÉNDICE:

Por ejemplo, escribir sobre lo que hace el PP o lo que di­ce su media docena de cabezas visibles nos degrada. Como nos empequeñece empeñarnos en razonar a un necio. Es­cri­bir so­bre lo que hacen los demás partidos es ya empezar a razo­nar...

Pero lo que más importa escribir, a los efectos que quiero destacar aquí, es escribir sobre temas comunes y que ma­ne­jamos con desparpajo, sin habernos puesto a pensar ni un instante qué significa eso que decimos y constantemente ma­noseamos.

Aquí es donde yo quería ir a parar. Porque hay numerosas palabras en todos los ámbitos: sea el político (el que más), sea el humanista, el filosófico, el religioso, etc. que parecen signifi­carlo “todo” y no significan apenas nada. Aquí es donde con­viene revisar conceptos. Y escribiendo es como mejor se con­sigue descubrir que tras ellos casi siempre hay muy poco, por no decir vacío, y que sin embargo al socaire de ellos se acaba a menudo destruyendo, invadiendo, ma­tando, deses­tabli­zando, odiando... No sólo en los países que todos esta­mos pensando, sino también en los rimbom­bantes países vertebra­dos en rimbombantes democracias...

Si se pensase un poco más, y si todos nos ayudásemos un poco más de la concentración mínima que exige el escri­bir, el mundo cambiaría. Esa sería la más eficaz revolución. Tén­gase por seguro.

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