Los que nos dedicamos a escribir por afición, pero sobre todo para poner en orden las personales ideas, no podemos encontrar placer en razonar cada día frente a la mentecatez. Hartarse de razón no complace: consterna. La contestación sólo podemos dirigirla a planteamientos prácticamente elementales, rudimentarios. Tener que responder que es justo que “los papeles de Salamanca vuelvan a sus dueños”; que “un país no se desmembra” porque roce soluciones federales; que el inventado terrorismo islámico está justificando toda clase de atrocidades, de invasiones y expolios, por ejemplo, es tremendamente extenuante además de inútil.
Razonar constantemente frente a la indignidad, la desmesura, la mentira, la contradicción, la incoherencia, la incongruencia y la perversidad del Poder político, el mediático y el financiero ni tiene mérito ni aplaca. Es simplemente un ejercicio terapéutico para no desmayar de indignación. Tratar de razonar con quien ni quiere, ni sabe, ni necesita razonar porque tiene detrás un arsenal, una policía y un aparato que sin decir palabra refrendan sus “razones” prácticas, es en realidad un despilfarro del entendimiento.
Hoy no hay que ser Sócrates para tener razón. Todo es demasiado plano, demasiado tosco, demasiado lamido. No puede hacerse otra cosa que redundar una y otra vez sobre lo mismo. Y como ordinariamente el objeto sobre el que ha de recaer la pura crítica rara vez no es burdo, obsceno, cutre y primario, ni siquiera podemos contar con el estímulo de que el argumentar nos enriquezca moralmente. No cabe otra cosa que repetir en círculo los mismos razonamientos cada día con las mismas palabras y variantes pero con los mismos conceptos. Todo nos obliga a dirigir nuestra atención sobre lo mismo: la “voluntad de poder” nietzscheana que aflora con indecencia y cada vez con mayor virulencia entre neoliberales, extrema derecha española y europea; es decir, neofascismo.
Hablando de libertad de expresión, no me interesa una libertad de expresión abocada indefectiblemente a la redundancia. No me complace tener libertad de pensamiento para aleccionar o contestar a necios, encarándome con retorcidos para razonar en círculo sin esperanzas de poder pasar a cotas más nobles del raciocinio. Ni en las cuestiones sociales, ni en las políticas, ni en las religiosas ni en las humanistas hay ya nada de lo que echar mano para construir una “nueva” creatividad. Ni siquiera abrigo la esperanza en nuevas luces... Y mucho menos puedo esperar ya grandeza de miras. Reina la mezquindad en todo en la medida que se apodera de la sociedad occidental la avidez y el ansia.
¿Qué podemos hacer hoy en el orden práctico? ¿votar? ¿qué esperamos de esta sociedad? ¿qué objetivos nos marcaremos que no sean los de denunciar inútilmente manipulaciones, engaños y tergiversaciones? Todo puesto en circulación con el máximo cinismo, el propósito de hacer ruido y levantar cortinas de humo para maquillar expolios, robos, trampas y dominio?
Ha habido épocas clásicas, ajustadas a normas, y su interés quizá se centraba en trasgredirlas, y épocas anómicas, informalistas, en las que el empeño en reconducirlas o reducirlas a unos patrones definidos justificarían ingentes esfuerzos. Pero hoy faltan referentes, perdurabilidad, afectos y respeto a algo ennoblecido e inmaterial. El Derecho Internacional es un guiñapo en manos del Poder mundial. Todo es tan fugaz, tan prosaico, tan disolvente y tan aniquilador, que da la impresión de que ya no hay posibilidades de retorno.
Todo, incluído el trágico cambio del clima mundial, parece indicar que la única salida habrá de ser la guerra total que reduzca a mínimos a la Humanidad.
Razonar constantemente frente a la indignidad, la desmesura, la mentira, la contradicción, la incoherencia, la incongruencia y la perversidad del Poder político, el mediático y el financiero ni tiene mérito ni aplaca. Es simplemente un ejercicio terapéutico para no desmayar de indignación. Tratar de razonar con quien ni quiere, ni sabe, ni necesita razonar porque tiene detrás un arsenal, una policía y un aparato que sin decir palabra refrendan sus “razones” prácticas, es en realidad un despilfarro del entendimiento.
Hoy no hay que ser Sócrates para tener razón. Todo es demasiado plano, demasiado tosco, demasiado lamido. No puede hacerse otra cosa que redundar una y otra vez sobre lo mismo. Y como ordinariamente el objeto sobre el que ha de recaer la pura crítica rara vez no es burdo, obsceno, cutre y primario, ni siquiera podemos contar con el estímulo de que el argumentar nos enriquezca moralmente. No cabe otra cosa que repetir en círculo los mismos razonamientos cada día con las mismas palabras y variantes pero con los mismos conceptos. Todo nos obliga a dirigir nuestra atención sobre lo mismo: la “voluntad de poder” nietzscheana que aflora con indecencia y cada vez con mayor virulencia entre neoliberales, extrema derecha española y europea; es decir, neofascismo.
Hablando de libertad de expresión, no me interesa una libertad de expresión abocada indefectiblemente a la redundancia. No me complace tener libertad de pensamiento para aleccionar o contestar a necios, encarándome con retorcidos para razonar en círculo sin esperanzas de poder pasar a cotas más nobles del raciocinio. Ni en las cuestiones sociales, ni en las políticas, ni en las religiosas ni en las humanistas hay ya nada de lo que echar mano para construir una “nueva” creatividad. Ni siquiera abrigo la esperanza en nuevas luces... Y mucho menos puedo esperar ya grandeza de miras. Reina la mezquindad en todo en la medida que se apodera de la sociedad occidental la avidez y el ansia.
¿Qué podemos hacer hoy en el orden práctico? ¿votar? ¿qué esperamos de esta sociedad? ¿qué objetivos nos marcaremos que no sean los de denunciar inútilmente manipulaciones, engaños y tergiversaciones? Todo puesto en circulación con el máximo cinismo, el propósito de hacer ruido y levantar cortinas de humo para maquillar expolios, robos, trampas y dominio?
Ha habido épocas clásicas, ajustadas a normas, y su interés quizá se centraba en trasgredirlas, y épocas anómicas, informalistas, en las que el empeño en reconducirlas o reducirlas a unos patrones definidos justificarían ingentes esfuerzos. Pero hoy faltan referentes, perdurabilidad, afectos y respeto a algo ennoblecido e inmaterial. El Derecho Internacional es un guiñapo en manos del Poder mundial. Todo es tan fugaz, tan prosaico, tan disolvente y tan aniquilador, que da la impresión de que ya no hay posibilidades de retorno.
Todo, incluído el trágico cambio del clima mundial, parece indicar que la única salida habrá de ser la guerra total que reduzca a mínimos a la Humanidad.
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