07 febrero 2006

La inutilidad de razonar

Los que nos dedica­mos a escribir por afición, pero sobre todo para poner en orden las personales ideas, no podemos encontrar placer en razonar cada día frente a la mentecatez. Hartarse de razón no com­place: cons­terna. La contestación sólo po­demos dirigirla a planteamientos prácticamente ele­mentales, rudimentarios. Tener que responder que es justo que “los pa­peles de Salamanca vuel­van a sus dueños”; que “un país no se des­membra” porque roce soluciones federa­les; que el inventado te­rrorismo islámico está justificando toda clase de atrocida­des, de invasiones y expolios, por ejemplo, es tre­menda­mente extenuante además de inútil.

Razonar constantemente frente a la indignidad, la desme­sura, la men­tira, la contra­dicción, la incoherencia, la incon­gruencia y la perversidad del Poder político, el me­diático y el financiero ni tiene mé­rito ni aplaca. Es simple­mente un ejerci­cio terapéutico para no desmayar de indig­nación. Tra­tar de razonar con quien ni quiere, ni sabe, ni necesita razo­nar porque tiene detrás un arsenal, una policía y un aparato que sin decir palabra refrendan sus “razones” prácticas, es en realidad un despilfarro del entendimiento.

Hoy no hay que ser Sócrates para tener razón. Todo es demasiado plano, dema­siado tosco, demasiado lamido. No puede hacerse otra cosa que redundar una y otra vez sobre lo mismo. Y como ordinaria­mente el objeto sobre el que ha de recaer la pura crítica rara vez no es burdo, obsceno, cu­tre y prima­rio, ni siquiera podemos contar con el estímulo de que el argumentar nos en­riquezca moralmente. No cabe otra cosa que repetir en cír­culo los mismos razo­namientos cada día con las mismas palabras y varian­tes pero con los mis­mos conceptos. Todo nos obliga a dirigir nues­tra aten­ción sobre lo mismo: la “voluntad de poder” nietzs­cheana que aflora con indecencia y cada vez con ma­yor vi­rulencia entre neoli­berales, extrema derecha española y eu­ropea; es decir, neofas­cismo.

Hablando de libertad de expresión, no me interesa una li­bertad de expresión abocada indefectiblemente a la redun­dancia. No me complace tener libertad de pensa­miento para aleccionar o contestar a necios, encarándome con retorci­dos para razo­nar en círculo sin esperanzas de poder pasar a cotas más nobles del raciocinio. Ni en las cuestio­nes so­cia­les, ni en las políticas, ni en las religiosas ni en las huma­nistas hay ya nada de lo que echar mano para cons­truir una “nueva” crea­tividad. Ni siquiera abrigo la esperanza en nue­vas lu­ces... Y mucho menos puedo esperar ya gran­deza de mi­ras. Reina la mezquindad en todo en la medida que se apo­dera de la sociedad occidental la avidez y el an­sia.

¿Qué podemos hacer hoy en el orden práctico? ¿votar? ¿qué esperamos de esta sociedad? ¿qué objetivos nos marcaremos que no sean los de denunciar inútilmente ma­nipulaciones, engaños y tergiversaciones? Todo puesto en circula­ción con el máximo ci­nismo, el propósito de hacer ruido y levantar cortinas de humo para maquillar expolios, robos, trampas y dominio?

Ha habido épocas clásicas, ajustadas a normas, y su inte­rés quizá se centraba en trasgredirlas, y épocas anómicas, informalis­tas, en las que el empeño en reconducirlas o re­ducirlas a unos patrones definidos justificarían ingentes es­fuerzos. Pero hoy faltan referentes, perdurabilidad, afectos y respeto a algo ennoblecido e inmaterial. El Derecho Interna­cional es un guiñapo en manos del Poder mundial. Todo es tan fugaz, tan prosaico, tan di­solvente y tan aniquilador, que da la im­presión de que ya no hay posibili­dades de retorno.

Todo, incluído el trágico cambio del clima mundial, parece indicar que la única salida habrá de ser la guerra total que reduzca a mínimos a la Humanidad.



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