18 febrero 2006

Elogio del tercer sexo

Haciendo uso de la libertad de opinión que tantos hoy día reclaman, me voy a meter en este jardín pese a que unos y unas dirán que no precisa el tercer sexo de mis alabanzas y otros que no las merecen. Este asunto sólo se puede tratar de dos maneras: con rigor científico entendiéndose por tal el biológico, psicológico y antropológico, o con toda naturali­dad. Puesto que éstos no son sitios para tratarlo de otro modo que no sea con naturalidad, a ello voy.

Antes de opinar sobre esta materia he de decir que me considero tan hombre como el que más. Por testosteronea, por educación y por cultura. Los rasgos varoniles, como los femeninos también se cultivan, se desarrollan y se acen­túan. Como la musculatura. Por más empeño que ponga­mos en considerarnos todos personas como la seña identifi­cativa común, y sin dejar de serlo, hay rasgos comunes in­diferenciados y otros diferenciados e inevitables que confi­guran a los sexos, como diferenciados son los que distin­guen a cada individuo de otro: la huella digital, por ejemplo. Es cierto que el sexo del ser humano no está principal­mente, ni mucho menos, en los genitales ni en su capacidad amatoria por expresarlo en términos tradicionales. Pero no dejamos de ser, por mucho que lo obviemos, animales so­ciales. De que somos por encima de todo más animales que racionales hay pruebas diarias y demoledoras. Lo somos, querámoslo o no, amatorios o no. Aunque el único, el ser humano, que ríe y bebe sin sed.

Por mucha elevación o indiscriminación que "cultivemos" el sexo para que el "otro" sexo se equipare en derechos y en protagonismo intersocial con el nuestro, no dejará por eso de tener uno los pechos más prominentes y vagina, y el otro, pene y vello en mayor abundancia fuera del cráneo; uno una fisiología y el otro otra; uno capacidad de engen­drar y alumbrar vida y el otro tener que contentarse con fa­bricar arte, o lo que sea, o con nada. Por cierto, que la posi­bilidad de dar vida ha sido o sigue siendo la aptitud más excelsa de uno de los sexos. Si bien, tal como van las cosas del mundo y del planeta, lo mejor sería dejar ipso facto de engendrar aunque sólo fuera para que nues­tros hijos y los hijos de nuestros hijos más, no su­fran gra­tuita­mente las consecuencias de nuestros excesos, pues no po­drán, pronto, meterse en ningún lugar del mundo donde la Naturaleza no haya sido violada y no ten­gan ya qué comer. El denostado "ma­chismo" a menudo se con­funde con la enfatización de cuali­dades masculinas y feme­ninas tradicio­nales, en ese afán que cunde hoy día en hacer tabla rasa con todo lo relacio­nado con ambos sexos. Pero, insisto, por más empeño que se ponga en ello nunca deja­rán de existir dos. Mejor dicho, tres sexos. Dejemos la androginia a un lado o aso­ciémosla al tercero. Da igual.

El caso es que mi tarjeta de presentación a estos efectos tiene que ver con esto: soy simplemente un hombre.

Dicho lo anterior, mi propósito hoy es, aunque para nada lo precise y quizá eche sobre mí la maldición de muchos y de muchas, destacar que el tercer sexo es, en mi conside­ración, el ideal. Equidistante del uno y del otro, conocedor por ciencia infusa de los registros del uno y del otro, el homosexual tiene considerables ventajas psicológicas y mo­rales, además inéditas para el resto de los mortales, sobre el heterosexual.

Si ha salido del armario hace bien, porque se libera psico­lógicamente quizá de lo que fue una carga para él o para ella. Pero si no ha salido y sigue sin publicar su sexualidad, hace bien también, pues la sexualidad de cada cual es, como tantas otras cosas, cosa de cada cual y de la privaci­dad de cada cual. Como lo son los sentimientos.

En castellano (conozo poco nuestras demás lenguas ver­ná­culas y el euskera) hay en esta materia muchos matices en la forma de "graduar" la "dignidad" presunta del ser humano. Quizá por influencia decisiva de la cul­tura/anticultura reli­giosa. Se asocia la dignidad y la calidad humana en cada uno de ellos a actitudes que aquella cul­tura potenciaba. El hom­bre/macho, sincero, franco, valiente, directo: las virtudes cas­trenses por antonomasia. La mu­jer/hembra, hacendosa, re­catada, amante, diplomática... Todo lo cual no ha hecho posi­ble que desaparezcan del mundo, del hispano prioritaria­mente, los maricones y las putas. (Sigue leyendo antes de sublevarte) Muchísimos más, que van por cierto multiplicán­dose en un ostensible in crescendo, que hombres y mujeres a secas. Lo que ocurre es que el maricón se halla tanto entre el homosexual como entre los "varones", y la puta, tanto entre el homosexual como entre las "féminas". Es más, hay hoy yo di­ría que infi­nitamente más maricones entre los hombres hete­rosexuales que pasan por serlo, que entre homosexuales, declarados o no. E infinitamente más putas entre las mujeres hetero­sexuales que pasan también por serlo, que prostitutas. Pues la prostituta ejerce una profesión, por cierto la más anti­gua que se conoce, mientras que la puta trata de pasar por res­petable mezclada con tantas que no lo son.

Son maricones y putas a mi juicio a punto de perderlo: hombres y mujeres que se casan adquiriendo derechos de propiedad, por cualquier causa menos por amor; hombres y mujeres que trafican con su conciencia y se someten a los dictados de una secta o de una religión o al capricho de quien les paga; hombres y mujeres que ponen precio por someter su voluntad a un "jefe"; dirigentes, hombres de em­presa, políti­cos... que venden a su país a otro país que lo sojuzga... son putas y maricones que les vemos todos los días entre noso­tros sacando pecho o enseñando el culo haciéndonos creer encima que tienen honor. Más honor y más rectitud que no­sotros, hom­bres, mujeres y homo­sexuales sencillos y sin pretensiones, que profesamos pro­fundo respeto a los de­más y a todas las opciones en cual­quier sentido que hayan elegido los demás... sin vendernos.

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