28 febrero 2007

Sobre el siglo de la expiación

M. Á. Bastenier hace hoy en El País un repaso a la Historia desde el siglo XVII, sobre la abominable depredación -aunque él no lo diga así- de la raza blanca dominante, para más señas his­pana y anglo­sajona. Por estas fechas, por ejemplo, se cumplirán 200 años de la abolición de la trata de esclavos por Gran Bretaña. Pero ni Bolívar –añade- se atrevió a abolir en cambio la esclavitud (lo que le sitúa mo­ralmente incluso por debajo de la generosidad de los Hace­dores blan­cos de gran parte de la His­toria euroamericana). Se felicita Baste­nier de las diversas formas de expiación de las vejaciones históricas: escla­vitud, genocidios, Holocausto... Incluso nos da la noticia de que "el Estado de Virginia, centro político de la rebelión esclavista en la Gue­rra de Secesión americana, acaba de aprobar por voto unánime el primer acto de contricción formal por la esclavitud y el trato admi­nis­trado a los pieles rojas, o nativos ame­ricanos, por los colonizado­res blan­cos". Hasta llegar al reconoci­miento de que Israel "obtuvo un justo y siempre insuficiente resarci­miento por la barbarie sufrida". La acogida en Europa de brazos excedentes en los países de origen que, en 2006, remitieron desde España 5.000 millones de euros a sus hoga­res, también la inserta en el espíritu resarcidor, en el gesto com­pasivo dirigido a la redención que persigue ahora el nuevo hombre blanco del siglo XXI encarnado ¡cómo no! en anglo­sajones e hispa­nos...

Más valdría reconocer, a la luz de la ética universal e imperecedera que iguala el rango humano de todos los seres que pueblan la Tierra (algún día -si al futuro le queda Historia- se incluirán en la misma bolsa de sensibilidad, a los animales) los errores, injusticias, barbari­dades y depredaciones pretéritas. Bien está, aunque no sean pro­piamente "errores", pues las generaciones están atrapadas en su momento, en su época, en su óptica, y no pueden, fatalizadas, za­farse de su modo de ver y hacer las cosas, encadenadas a ello como Prometeo lo estaba a sus cadenas. Lo que sí cabe en cambio es co­rre­gir lo reconocido como errores para no volver a caer en ellos. Pero tampoco a través de la argucia transformándolos en otras apariencias que los haga irreconocibles. Es decir, sin capciosidades, sin manipu­laciones ni tretas nuevas para justificar las horrendas depredaciones de nuevo cuño.

Por ejemplo, reconocer que no es el deseo de resarcir a las vícti­mas del esclavismo sino conveniencia flagrante de la economía liberal; esto es, reconocer que acoger a brazos foráneos pues de otro modo las sociedades opulentas poco a poco envejecerían de tal modo que se produciría su extinción y antes crisis económicas insu­perables, sería lo honesto. Por ejemplo, que "el siempre insuficiente resarci­miento por la barbarie sufrida" que supuso el regalo a Israel de un territorio en 1947 no deja de ser una forma nueva de coloniza­ción a la fuerza de las potencias ganadoras y contra la voluntad del mundo árabe, mientras que otras muchas razas semiextinguidas por holo­caustos semiignorados no han disfrutado en cambio... sería lo honesto. Así es cómo podríamos tomar como sinceros a estos actos de contricción, y no como modalidades de hipocresía a espuertas para arrimar -nunca deja de hacerlo- el hombre blanco anglosajón e hispano, el ascua a su sardina como dice el dicho po­pular.
Porque si al lado de tan sensitivos gestos como el del Estado de Vir­ginia, el anglosajón británico y estadounidense ahora prosiguen la de­predación por las vías retrógradas y atroces que conocemos; si ahora lo que hace es invadir y saquear pueblos del sudoeste asiá­tico con el plan inminente de dar el golpe de gracia en Irán para conster­nación del mundo entero, de poco o nada servirán tantos golpes de pecho por las depredaciones del pasado. Antes con los negros, pieles rojas y aborígenes americanos de todas las latitu­des... y ahora, sobre las etnias arias y árabes asiáticas. Antes donde estaban las espe­cias, luego donde estaba la tierra fértil y el oro... y ahora donde está el pe­tróleo. Todo una nueva maniobra de esos "hombres blancos" a los que nunca se les agotan las tretas para dominar a cualquier precio tasado en hipocresía, a todas las ra­zas que en el fondo son siempre las menos belicosas del mundo. Razas, aquéllas de otro tiempo, como ahora éstas que están siendo aplastadas, que lo único que intentan es defenderse tan inútil como débilmente con armas del neo­lítico al lado de las que emplea el abominable "hombre blanco" inca­paz de dejar al mundo en paz. Pues es él el único que siem­pre hace y escribe la Historia de todos los aciertos y todos los errores. Capaz de hacer cualquier papel y de recurrir a cualquier añagaza para conse­guir su propó­sito: tan proteico es. Antes podía haber sido ín­cubo, ¿ahora súcubo? ¿qué más da?

27 febrero 2007

El opio y su persecución

¡Qué preocupación muestran el poder político y el mediático por el cultivo más o menos extensivo de las opiáceas en el mundo: Afga­nistán, Marruecos, los Andes...! Países para los que, por lo demás, son vitales para su subsistencia y más aún hoy día habida cuenta el cambio climático...

Este asunto, como el de la prostitución que abordaba el otro día un poco de soslayo, es de los que percuten forzadamente filosofía so­bre la existencia del hombre, sobre la sensibilidad-insensibilidad de la so­ciedad y denuncia de la artificiosidad de que se reviste a la existencia misma, a la religión no natural y a la realidad toda.

Imaginemos que de un día para otro el opio, la heroína, la cocaína están al alcance de todos, como las verduras en el mer­cado o la aspi­rina en la farmacia. ¿Qué podría suceder? ¿Que todo bicho viviente iba a entregarse a la droga? ¿dejaría de pensar la humani­dad, de realizar multitud de actividades, de intentar satisfa­cer curio­sidades, el estudio, el arte, el de­porte, el amor, la cordialidad? ¿La convivencia y la existencia toda, se iban a malograr por eso?

¡No! Precisamente la prohibición moral, la persecución de los culti­vos y de los traficantes y de los distribuidores, todo y todos criminali­zados, son otro más de los motivos de tensión en el mundo, otra causa más del crimen, de los extermi­nios, de las reclusiones, de la infelicidad del magma social.

Crear cosas para que otros, los que dominan, perver­sos en la ma­yoría de los casos, se dediquen a perturbar su destino y fines; fabri­car armas mortíferas de todas clases para prohibir su uso reservado sólo a quienes las emplean por definición para matar de muchas ma­neras a quie­nes no se doblegan; para anularles, privar­les de voluntad, ma­nipularles, etc son modos de organizar las clases domi­nantes a la sociedad mundial, que no tienen más sentido que el de hacer prevale­cer la fuerza bruta y la voluntad de dominio. Pues a todo ello hay que añadir la paradoja de que precisamente quienes se drogan, quienes se alcoholizan, quie­nes usan y abusan de las armas destructivas, masivas o personales, son siempre los bellacos que sin escrúpulos tienen al planeta y a cada país por separado me­tidos en un puño.

En sus célebres Confesiones de un opiómano inglés, Thomas de Quincey dice que el opio (que consumía en forma de tintura) no lo llevaba a buscar la soledad "y mucho menos la inactividad, o el es­tado de torpeza y autoinvolución atribuido a los turcos." Al comparar al alcohol con el opio, sostiene que:

“La distinción fundamental entre el opio y el vino radica en que mientras el vino des­ordena las facultades mentales, el opio, por el contrario -si se toma en forma adecuada-, introduce en ellas el más exquisito orden, le­gislación y armonía. El vino le roba al hombre la autoposesión; el opio la refuerza enormemente. El vino turba y nubla el juicio y da un brillo preternatural y una exaltación vívida a las ad­miraciones y los desprecios, los amores y los odios del bebedor; el opio, por el con­trario, los aquieta y restablece el juicio. La expansión de senti­mientos más benignos propia del opio no es ningún efecto febril, sino una sana restauración de ese estado que la mente debe­ría recobrar naturalmente con la eliminación de cualquier irritación pro­funda y del dolor que la hubiese turbado enfrentándose a los impul­sos de un corazón originalmente justo y bueno. En suma, el que toma opio siente que la parte más divina de su naturaleza es la que manda; es decir, que los efectos morales se encuentran en un estado de sereni­dad sin nubes, y la gran luz del intelecto majestuoso domina todo...”

El mundo, abandonado al uso discrecional de la droga bajo la res­ponsabilidad de cada adulto, sería infinitamente más feliz: unos por­que podían resolver su drama existencial acortando su vida (o pro­lon­gándola gracias a ella), y otros porque en la re­nuncia al éxtasis provo­cadamente sensorial, encontraban, su verticalidad, su tenerse en pie, su razón de ser hamletiana que le proporcionaba el máximo de felici­dad sin aditivos. Todo lo cual se traduciría en “plena liber­tad”.

Concítense las naciones para destruir todas las armas -y no sólo los arsenales nucleares, que también-, dése curso libre al opio culti­vado, y la humani­dad de uno u otro modo por fin será feliz.

26 febrero 2007

Decir lo que se piensa

Este es el título del artículo de Adolfo García Ortega publicado hoy en El País, que hace re­ferencia a la fenomenología del tartufismo que impera en la socie­dad (se supone que española).

Propone una tercera opción: “la del ejercicio de la verdad aunque moleste”. Pues hay "mucha gente, entre periodistas, tertulianos ra­diofónicos, escritores de medios de comunicación, que piensan una cosa (y la manifiestan en el ámbito privado) y dicen otra en el ámbito público", dice el autor con toda la razón del mundo.

Pues bien, esa "mucha gente" se diría que es ni más ni menos que toda la que mide y pesa, la que sale a escena en parlamentos, ins­tituciones, partidos, conferencias obispales, asociaciones de vícti­mas, sindicatos y medios. Toda la sociedad oficialista en pleno. No es coyuntural, ni los casos son aislados.

Esto ocurre porque las claves del lenguaje político son compartidas por el resto y principalmente por el ámbito mediático que se rige también por él. Aquí radica, a mi juicio, el tremendo vacío que hay entre las ideas (falsas, falseadas, contrahechas) que circulan públi­camente difundidas por los medios, y las ideas del ciudadano de la calle que está inicialmente guiado por referentes ponderados en general, y por valores tradicionales morales aunque estén en crisis. El ciudadano consciente y que piensa posee criterior vive ordinaria­mente perplejo y enloque­cido al mismo tiempo por la esquizofrenia que ese lenguaje tartufista que sobrenada la sociedad civil, le ino­cula a cada momento en dosis no precisamente homeopáticas.

El único espacio donde no se da (al menos con tanta virulencia) ese problema del pensar una cosa y decir otra, ese decir una cosa en público y otra en privado, es en la Internet; un espacio donde ambas esferas están unificadas. Aquí, en la Internet, en el ciberes­pacio, en la realidad virtual, no se vende nada ni se aspira a nada cuanti­ficable: sólo el número de lecturas que algunos periódicos digi­tales incorporan a su modus operandi. No se venden ni se compran votos, no se compra ni se vende imagen, no se coleccionan epígo­nos que al final pueden ser hasta molestos, ni se trafica con puestos retribuidos, ni se busca fama, ni aplausos, ni zalemas. Nos pueden arrojar verduras y salir fascistas a relucir como en la calle portando una bandera preconstitucional, pero aunque sean anónimos, se les ve venir y todo se resuelve ignorándoles olímpicamente.

En la Internet, salvo algún cretino e ingenuo suelto, todos decimos lo que pensa­mos y sentimos. Por eso el futuro (ya presente) dialéc­tico, intelec­tual, social y político, habida cuenta que no hay intereses ni armas mortíferas más que la pluma o el teclado, sólo puede estar en la Internet. Véngase aquí el mundo que desee librarse de tantas imposturas. En Internet también las hay, pero la naturaleza mediá­tica de Internet ofrece la singular ventaja de que es muy fácil distin­guir la calidad de la basura.

Los medios impresos y la radiotelevisión nunca dejarán de ser vo­ceros de toda clase de mentiras, y nunca podrán decir “las cosas como son”. Para saberlas, poco a poco todo el mundo tendrá que acudir a las opiniones e informaciones difundidas por la Red. Aun­que en la Red, luego empiece a librarse otra batalla entre la verdad y la mentira cuyas pautas diferenciadoras podremos aprender.

18 febrero 2007

La Edad de la Mentira

Cuando transcurra el tiempo y esta época tenga que rendir cuentas ante la Historia, bien podría calificarse como la Edad de la Mentira, porque es ella la esencia holística (del Todo) de la que se nutre oc­cidente, como en otras edades fue la piedra, el hierro, el bronce o el cobre. Norteamérica y Europa, con sus comparsas, de la mentira han hecho la contemporaneidad, una materia prima del Poder, un arma nuclear; sobre ella se alza el nuevo orden caótico mundial. Es cierto que en cualquier tiempo las naciones, como los seres huma­nos, se han mentido entre sí, pero el pueblo, aunque lo sospechase, no lo sabía, ni tenía pruebas ni apenas criterio: se nutría de lo que el Poder le contaba y le mentía, y nada podía hacer. Pero -nos deci­mos- si las de hoy, al menos fueran mentiras verosímiles, bien urdi­das, fabuladas por cerebros privilegiados, todavía nos quedaría el consuelo de ser gobernados por inteligentes aunque sean crimina­les. Pero resulta que no es así, que además de sádicos, cínicos y déspotas son idiotas, y se dirigen al pueblo como si el pueblo tam­bién lo fuera...

La prensa no informa, engalana la mentira: conforma y deforma; el derecho internacional ha recibido un tiro en la nuca, y todos cuantos simulan pensar, más o menos plañideramente entonan el "aquí no pasa nada". Alguna voz perdida aquí o allá se deja oír. Sólo unos cuantos brotes de cordura de individuos concretos o de locura qui­jotesca en cinco años, que a duras penas han tenido cabida en las colum­nas periodísticas y medios. Se les ha dado cobertura en éstos, además, a medida que a la porción del mundo dominante (la eco­nómica, la financiera y la mediática) va conviniendo dar la vuelta al asado para, entre todos -ellos que lo dan y los demás que lo consu­mimos-, degustar con más fruición las imposturas...

El poder es como el pan comunal: hay que repartirlo. Cuantas me­nos manos lo administren, mayores injusticias se producen. El ocaso de la URSS nos ha conducido hasta aquí, a la ley del se busca vivo o muerto. Y todo en nombre de la democracia. Por cierto, ¿qué de­mocracia?

Cracia procede de la raíz indoeuropea *kar- que en sánscrito pro­duce karkara (duro), en gótico hardus (fuerte), en griego karkínos (cangrejo, cáncer) y en latín cancer. En griego, esta misma raíz, pero con grado cero y alargamiento *krt-es- da lugar a la palabra krátos (poder, fuerza), y llega al castellano como cracia...

La etimología es el arte de sondear el significado profundo de las palabras, y en este caso nada más significativo que descubrir un origen común entre el cáncer y la cracia. El uno y la otra fueron en algún tiempo la misma cosa enfermiza para los hablantes de aquella "agráfica" lengua indoeuropea, o, al menos, nos sitúa sobre la pista de que en un tiempo anterior al desarrollo de los primeros estados, se concedía un significado nefasto al poder.

Hoy es imposible siquiera debatir sobre esta democracia. No se puede dudar de ella. Sería como negar la existencia del dios al que se rinde culto, en plena misa. Se les llena la boca de la palabra de­mocracia a quienes más abusan de ella. Sería recomendable que, por economía lingüística y rigor semántico, se dijese solamente "cracia", pura, dura y tumoral cracia.

La Edad de la Mentira está en las antípodas de la Edad de Oro, de la Ilustración, de las Luces o de la Ilusión. Al igual que la edad Mo­derna empieza, según unos, con la toma de Constantinpla, o con el Descubrimiento, según otros, la Edad de la Mentira se inaugura con el de­rrumbamiento de las Torres Gemelas y se funda oficialmente en las Azores: muy cerca de la Atlántida sumergida, al final del abismo. La leyenda cuenta que no fueron humanos los que la entro­nizaron, sino tres perros sarnosos.

14 febrero 2007

Quien pierde gana


Este es el título de un artículo de Rafael Argullol. El buen escritor dedica una especie de elegía al espíritu del capitán inglés Robert Scott, que fracasó en su intento de ser el primero en llegar al Polo Sur porque el noruego Roal Amundsen se le adelantó en un mes.

Al hilo de este episodio histórico, en 1912, recuerda que hace un par de años en Inglaterra se les hizo a los jóvenes británicos una encuesta en la que la pregunta fue ¿a quién te gustaría parecerte?, detallando una lista con cien nombres. El primer puesto, con gran ventaja sobre los demás, era para el futbolista Beckham, y entre los veinte primeros sólo uno escapaba a la comitiva de futbolistas... Jesucristo estaba en el sexagésimo puesto. Luego sigue reflexio­nando Argullol, y termina: "Claro que si aún tuviéramos memoria de este arte (el de saber perder) en lugar de pasarnos el tiempo hablando de los Beckham hablaríamos un poco de los Scott. Quien pierde gana: nuestros jóvenes, gracias a nues­tras enseñanzas, no tienen ni idea de este valioso principio".

Naturalmente que no le falta razón a Argullol. Pero siguiendo la estela de su lamento y buscando la causa de la causa que, como expresa un dictum jurídico, en ella hay que buscar la causa del mal causado, nos encontramos con lo siguiente:

Esos mismos ingleses que ahora se asombran de la respuesta de sus jóvenes (como, quejumbroso, aprovecha Argullol ambos datos, el uno del pasado lejano y el otro de antes de ayer, para escribir su artículo), reforzado su espíritu por el de sus parientes yanquis, son los que tienen buena parte de culpa de que la muchachada tenga por ídolo a Beckham y no a Scott. Los ingleses han llevado dema­siado lejos el utilitarismo que sus filósofos, economistas y pragma­tistas imbuyeron proverbialmente en el frío pensamiento del pueblo británico.

Este es el legado y la transformación de aquel espíritu de supera­ción de Scott, por el del ganador a cualquier precio de hoy. Enton­ces, a principios del XX, las cenizas del romanticismo aún contenían rescoldos como el que animaba a Scott. El romanticismo significa muchas cosas, y entre ellas la gesta por nada, la renuncia por amor y la epopeya por el honor en sí mismo. Pero poco a poco las gene­raciones posteriores fueron apagando esos rescoldos para prose­guir esa otra carrera en la que los ingleses son maestros y más sus parientes americanos, de pasar por encima de cualquier pueblo con tal de sacarle hasta las entrañas. Los procedimientos de dominio y predominio son indiferentes. Se pueden basar lo mismo en la astu­cia que en el cinismo refinado. Todo este revuelo de los guantána­mos y de los vuelos torturadores que presionan constantemente sobre la opinión pública es la destilación y culminación del proceso de degradación.

En esto estuvieron siempre especializados, pues las Islas carecían prácticamente de todo y tenían que ir a buscarlo siempre fuera por métodos armados: su talante guerrero extramuros, los corsarios (por cierto que bien podría haber sido otro ídolo Drake), la toma de los Estrechos, las incursiones coloniales por todos los países del mundo, la hegemonía ejercida en los otros cuatro continentes, desde Canadá hasta Ushuaia,desde Arabia hasta la India, desde las Célebes hasta Australia, desde Abisinia hasta Ciudad del Cabo... y el dominio definitivo, el golpe de gracia, que vienen rebuscando con sus aliados atlánticos desde los tiempos de la Thatcher.

Seamos rigurosos y no miremos sólo los aspectos de la deriva en los gustos de la juventud británica porque sí. Esta es la consecuen­cia. De igual modo que las levas de la Segunda Gran Guerra tuvie­ron que ser empujadas a las trincheras porque ya estaban escar­mentadas con la Primera, hoy día no hay quien no esté harto de tanto abuso y de tanta mentira y de tanta manipulación. Los jóvenes occidentales los saben, y los británicos quizá los primeros. De modo que de poco hubiera servido y sirven "nuestras enseñanzas", ésas a las que alude Argullol, con semejantes antecedentes inme­diatos y cuando no sólo no se les da ejemplo, sino que se les punza para que sean a toda costa los primeros, los ganadores, y si no, se suiciden física o moralmente de muchas maneras. El estímulo está bien, pero hoy no se ofrece, no lo ofrecen los rectores de concien­cia, precisamente para ganar la hoja de laurel sin más, ni para eso instruyen ni pedagogos ni la corriente general educacional en casa a nuestra infancia y nuestra juventud... Y si los pedagogos lo hacen, casi se rien los educandos y sus progenitores de sus prédicas.

Antes la regla de oro dirigida a niños, adolescentes y jóvenes era el "haz lo que yo digo pero no lo que yo hago". La base, por ejem­plo, para soportar que el cura de turno podía tener perfectamente una barragana, mientras predicaba en el púlpito castidad, conde­naba el adulterio y el pecado nefando manteniendo un inexistente celibato y una virtud a los que estaba obligado por su sacerdocio y ley canónica. Este es un ejemplo, pero hay miles.

Hoy estas cosas y los cinismos de los dirigentes anglosajones y los que van tras ellos, como la pésima derecha española y otras, son sarcasmos que no aguanta no ya un joven encuestado: ni si­quiera un niño de pecho. La culpa es nuestra y de los ingleses que han creado "casi" el mapamundi que tenemos, y llevan camino tam­bién de fabricar cada cerebro sólo para tener a la Utilidad instantá­nea y a cualquier precio, por un fin de vida en sí mismo.
Nada extraña, pues, que se apunten a Beckham como ídolo, y aquí, en España, sea éste mismo futbolista o un personaje nomi­nado o no de una de esas Casas televisivas de los Horrores. Al me­nos, si no ganan nada, tampoco tienen nada que perder, y esto es ya ganar comodidad a cualquier precio. ¡Qué barbaridad ganar la Antártida, y no hacerlo si no le dan a uno un mp3 y sin tener un sponsor multimillonario detrás!: lo que vienen inculcando los ingle­ses padres de esa juventud, y no se diga sus primos estadouniden­ses. Lo peor es que la juventud occidental y más allá, es eso, o eso es lo que quiere ser: un subproducto de esa miserable mentalidad.

11 febrero 2007

Lo eviterno

Lo eviterno es lo que tuvo un principio pero no tiene fin: en sentido teológico, las almas racionales y el cielo empíreo; en realidad, la materia... Y eviterno es también, por tanto, en lo social, el Mercado. El mercado y el mercadeo de cosas, de ideas, de doctrinas, de cuerpos, e incluso de almas racionales, son consustanciales al ser humano y a su ser social. El intercambio es la herramienta. Y es el intercambio lo que encierra la semilla de la perversión: tan fácil es...

Por eso, la sociedad humana idea e introduce en sí misma y pronto reglas que la dificulten y entorpezcan. Las religiones y la filosofía, alfa y omega del pensamiento o de lo que equivale a él, se aprestan enseguida a dictarlas. El engaño se convierte al mismo tiempo en el resorte del que hay que preservarse en todo intercam­bio. Y sin embargo el engaño, en el siglo XXI, cuando hubiera sido de esperar su definitiva erradicación, es, precisamente, el instru­mento de todos los demás instrumentos de dominio.

Al engaño dedican las universidades que estudian concienzuda­mente las prácticas mentalistas, grandes fortunas cuyos costes re­vertirán en beneficios diseminados entre las minorías preponderan­tes. Al engaño se consagran individuos, grupos, partidos políticos, corporaciones y sectas que saben bien que no existiendo verdad alguna eviterna hay primero que fabricarlas y luego reducir­las a un juguete aunque, como el niño caprichoso, los humanos lo hagan enseguida añicos.

De aquí viene mi eviterna indignación. La indignación me intoxica, las ideas felices me embriagan. Pero así como cada día las cosas que me indignan elevando la dosis de intoxicación son muchas pues los disparates se acumulan, las ideas embriagadoras, a estas altu­ras de mi vida, me las tengo que fabricar yo. Poco hay ya que una persona pensante y provecta no haya cribado, no haya sometido a análisis profundo y detenido, para no llegar en realidad a conclusión plena­mente satisfactoria alguna; a ninguna, salvo una y en negativo: lo que nos permite saber que el Mal reside en todo lo que causa daño o deni­gra física o moralmente a otro. El propio Goethe, el mismo año de su muerte, escribía a su amigo Zelter: “La cruz es la imagen más odiosa que existe bajo el cielo”, eviterno...

Los cambios sociales apenas me afectan, pues sólo me interesan los valores potenciamente permanentes, inmutables, en realidad y para hablar propiamente, eviternos; pero no las modas, las co­rrien­tes de opinión, los criterios confeccionados, tallados y servidos por los laboratorios de todo tipo, hoy tan presentes en la sociedad occi­dental para vergüenza de la individualidad que ellos mismos y sus voceros mediáticos dicen son la base del de­mos y del desarrollo de la personalidad. ¡Qué sarcasmo! una sociedad a cuyos dirigentes, al menos los de facto, a quienes lo que menos interesa; una sociedad que no excreta humanos felices, sino, por encima de todo, aturdi­dos.

Y esto es lo patético: que, para ser felices y puesto que cada uno de los seres que vamos poblando este planeta somos eviternos y regresaremos a las estrellas de las que venimos, tengamos que es­perar a otra vida para serlo pudiendo haberlo sido aquí.