27 noviembre 2005

¿De verdad la vida es un don?

He leído hoy una profusa crítica de "La vida secreta de las palabras". El firmante de la misma destaca que la película trata del “deseo en­ce­rrado en la idea de que la vida es un don”, al hilo de un sufri­miento compartido. No sé si es cosa suya o es la verdadera idea del realizador. Me niego a acep­tar esa trasnochada inter­pretación de la vida, y más cuando planea el Creacionismo por aquellos pagos americanos. Es más, me ha disuadido de verla. Otra cosa sería que nos hablase del consuelo y el privilegio que supone poder com­partir un sufri­miento... Ahí está la desgarradora “Gritos y su­surros” de Ingmar Bergman para certificar que compartir un sufrimiento lo son.

No entro ni salgo en la calidad, la plasticidad o el interés de la película, pues es harina de otro costal. Me refiero sim­ple­mente al modo de interpretar la intención del autor del ar­gu­mento, un crítico de cine de primera fila...

Pero niego la mayor, es decir, que la vida es un don, por lo si­guiente: en primer lugar porque no me consta quién sea el dador del don. Pero es que, si encima de no saber de quien lo recibo, para llegar a la conclusión de que la vida es un “don” es pre­ciso pasar por una situación de sufrimiento com­partido "que nunca es simple, que nunca es mera palabrería", en palabras del crítico, se­pan el crí­tico y realizador que aquí hay alguien que hubiera renunciado de ante­mano a tan ma­gra dádiva de haber tenido ocasión de pronunciarse. Pero no la tuvo.

Un don lo es, sólo y cuando el dadivoso nos pregunta si lo acepta­mos, y efectivamente lo aceptamos. Si no, si no nos lo pregunta porque previa­mente no nos ha concedido la li­bertad de aceptarlo o rechazarlo, por más excelso que al que lo da le parezca su regalo, será imposición y ca­dena.

Por otra parte, si el “dador” o creador de vida no existe, yo, personalmente, hubiera prefe­ri­do antes de venir aquí per­manecer en la nada o en el vacío de los que pro­vengo y a los que retornaré. Pero si me aseguran que existe, yo le hubiera rogado que antes de lanzarme a la vida me hubiera consul­tado. Porque si me la ha dado sin habérsela pedido ni haber él in­dagado si hubiera preferido yo seguir siendo ba­rro con el que me moldeó... creo que ya tenemos de nuevo aquí, en España, en esa película, en esa idea o por lo me­nos en la idea interpretativa de ese crí­tico de cine, al Crea­cionismo evangélico-bushiano reintro­ducido por de­creto en todas las Escuelas de Kansas y en gran parte de las de otros estados estadounidenses pa­troci­nadas por los neo­cons.

Y ya estamos hartos de ese cine americano que, combi­nada con filosofías de la ternura y otras sutilezas, la filosofía del belicismo y de la competitivi­dad salvaje venga pene­trando, ya durante un siglo, por el boquete del cine en la mentalidad de todos los países. No conciliando al mundo, sino todo lo contrario desembocar en concepciones de vida ajenas a la cultura global euroasiática, falsificadas y con los re­sultados que todos conocemos.

En cualquier caso, en mi consideración es seguro que no merece la pena vivir sólo para sufrir aunque se comparta el sufrimiento. Pero tampoco sólo para gozar. Ni siquiera para mezclar goce y sufrimiento... Simplemente, no vale la pena.


Si bien una vez en ella no es cosa de quitarnos la vida ni de arriesgarla sin sentido, a priori no vale la pena vivir en ningún caso. No sé si la vida será un castigo, aunque desde luego para infinidad de seres humanos en el mundo ha de serlo por su suerte, pero de lo que estoy seguro es que con Creacionismo o con Evolu­cionismo por medio, la vida es un auténtico coñazo.

26 noviembre 2005

Pedantes y pedantería

La línea fronteriza que separa a la pe­dantería de la sagaci­dad independiente se me an­toja dema­siado tenue como para no ser partida­rio de des­terrar este vo­cablo sinalagmático y preconciliar del diccionario.

Veamos. Define la Real Aca­demia de la Lengua Española al pedante: 1. adj. Dícese de la persona engreída que hace inoportuno y vano alarde de erudición, téngala o no en reali­dad. 2. m. desuso. Maes­tro que enseñaba a los niños la gra­mática yendo a las ca­sas. Y soy partidario de su destie­rro porque, como se ob­servará, la definición presenta un muy grave inconveniente: ¿quién juzga al que juzga como inopor­tuna y vana la erudición ajena? ¿quién, en esa misma línea, sin ser más pe­dante todavía que el por él juzgado, tiene el atrevimiento de decidir la inoportunidad y vacuidad de la eru­dición de otro a menos que exista una relación pactada entre un alumno y su maestro?

Pues una de tres, o quien juzga al pedante como tal es irrelevante o es un necio o es muy docto. Si es irrelevante o necio ¿cómo permitir en sus labios o en su pluma semejante enjuicia­miento? Pero si es docto, ¿no se li­brará, justamente por su sabiduría, de calificar de pe­dante o ignorante a nadie para sustituir su pedantería e igno­rancia por las suyas? Así pues, sólo el necio y el enterado a medias, es decir los igno­rantes ilustrados, se dan licencia a sí mismos para echar mano de ese vocablo contra otros. ¿Vale la pena confiar una palabra de tamaña envergadura y llena de jactancia sólo para esa clase de perso­nas?

Pero sea como fuere, y en último término acorde con la pe­dantería si es así como lo percibe algún lector, re­comiendo a todo el que se asome a mis escritos que haga lo propio, que sea protagonista de su propia vida, que talle sus ideas desde su estudio y sin tolerar injerencias ni aceptar consejos que no hubiere pedido; tampoco los míos, si es que me descuido en darlos. Porque puedo asegurar que ni mi edad, ni mi ambi­ción, ni mis elucu­braciones sesudas solitarias no some­tidas previa­mente al juicio de una editorial o de un jurado, se prestan a pensar que trato de vender ideas o libros no edita­dos. Tampoco, que busco epígonos que irían contra mi filoso­fía del “sé tú mismo”, y además serían molestos...

El gran problema de la sociedad española en su conjunto y en general de la hispana, al menos la que habla castellano y ha heredado tanto resabio dogmático y tanta altanería legada por diversos campeones de la Cristiandad, es ése: el miedo a discrepar de los que se han apoderado de la verdad -de "su" verdad- y la sostienen con el látigo en la mano de las instituciones, de los colegios profesionales, de las corporaciones, de los parlamentos, de las asambleas, de los congresos, de los concilios y los conciliábulos; de, en fin, hoy día, de tanto pastor de ovejas mediático. De ellos, de los que manejan o trastean todos esos colectivos, sale casi siempre "la verdad"; mejor dicho, lo que ellos y el vulgo así la consideran. Ellos son los que dicen si éste o aquél es pedante, incompetente o apto; si tiene o no tiene "razón", si lo que dice lo dice bien o lo dice mal. No se dan cuenta, tan pagados de sí mismos están, de que sabemos bien que la verdad que pregonan sólo es "su" verdad, una "verdad" acordada entre unos cuantos que ¡qué casualidad! están siempre perfectamente instalados y en posición acomodada.

Yo bien lo sé, pues hace tiempo que descubrí que lo que llamamos "la realidad" no es más que la suma de consensos de sucesivas minorías... Incluso la realidad material más ostensible nos infunde sospechas. No me extraña que Einstein, ante un compañero de paseo y mirando hacia la luna exclamase una noche radiante: ¿dejará de existir en cuanto dejemos de mirarla?... Pero seguro que Einstein no asociaba en aquellos momentos sus dudas a los que “hacen alarde inoportuno y vano de erudición”, sino a tanto titulado que con su título colgado da por concluído todo su saber y llama pedantes a los otros...

El miedo a discrepar y a pensar por cuenta propia, en unos casos hace estragos en el de­sarrollo integral del individuo. Pero es que en otros, los hace por todo lo contrario. Porque a menudo esos mismos que aceptan sumisamente lo que los pontífices y la "or­to­doxia" dicen, a continuación dan rienda suelta a su osadía para ser más pa­pistas que el papa en cuestiones que son precisamente las que no lo admiten. Es decir en lo que téc­nica (o pedantemente) se llama epistemo­logía; es decir, frente a afirmaciones apodíc­ticas, es decir, afirma­ciones "ne­cesariamente verdaderas". Es decir... que son capa­ces de ne­gar la luz del día.

A este país y a la cultura hispánica actual que duerme de­masiado en sus laureles, les sobra soberbia aliada a ig­noran­cia verdadera y cosida a la preci­pi­tación y a la improvisación, y les falta en cambio hondura y pondera­ción en el juicio moral y en la reflexión en las que debiera ejerci­tarse. Por eso con­fun­den tan fácil y maliciosamente el necio y el ig­norante su­pino, irrelevantes pero también da­ñinos cuando han con­quistado a dentelladas una posición en­cum­brada, el rigor in­telectivo con la pedantería. Pedantería y pe­dante que, como dije antes y en el buen nombre de la libertad y de la di­versi­dad (incluso para exhibir erudición en tiempos que escasea tanto porque todo sale de los google) debieran proscribirse de la Lengua en la primera acepción del diccionario. Por el con­trario ¡qué magni­fico sería recuperar del pasado al “pedante” de la se­gunda: “Maes­tro que en­se­ñaba la gramática a los ni­ños yendo a las ca­sas”! Pero no olvidemos a Anatole France cuando a menudo decía: “Entonces, como no estudiaba nada, aprendía mucho...”

24 Noviembre 2005




24 noviembre 2005

Vivir sin Medicina

El otro día insinuaba la desconfianza que en materia de longevi­dad me inspiran los tiempos actuales. Pero estamos to­dos de acuerdo en que lo importante no es vivir mucho sino vivir bien. Lo de “calidad de vida” lo oímos hasta en la sopa. Y sin embargo luego, cuando se trata de defender un modelo de sociedad o de salud en un país, pocos admiten que las occidentales levan­tadas sobre el progreso sin fin y siempre inacabado, son un foco de infelicidad y de desaso­siego. Son colectividades que sólo propician y po­tencian cúmulos de sensaciones fugaces que no dejan nunca sa­tisfechos. No sólo no dejan satisfechos, es que por el tipo de vida que la tecnología invasora y la avidez de ga­nancias procura, unos viven aturdidos, otros alelados, y otros sobre­cogidos por la depresión, por la ansie­dad, por la soledad, por la indigencia o por las deudas. En suma, vivimos sin vi­vir en nosotros y sin percibirnos de los segundos implaca­bles de que se compone cada minuto. Admito que quizá se trate de eso, de vivir sin consciencia plena en el sentido existencialista hei­deggeriano o sartriano. Pero eso de vivir casi permanente­menten atropellados me parece muy grave, pues la Natu­raleza no va por ahí, a ese compás y con esa ur­gencia. Porque vivir alejados de la Naturaleza es una te­meridad, por mucho que la tecnología médica porfíe en el cuerpo artificial, en el amor artificial, en la vida artificial. No sé si las consecuencias las pagaremos nosotros ya en vida, pero seguro que sí las legamos a través de los genes a nuestra descendencia...

La salud y la preocupación por ella incitada por la propia clase médica y los medios, son una prueba y buena medida de la ligereza existencial al lado estrecho de la vi­vencia su­perficial generalizada que caracterizan a estos tiempos. Se nota en todo. Hasta en los libros y en los artí­culos de los pe­riódicos salvo excepciones. Eso, sin contar que, según los expertos ¡siempre los expertos!, se está pro­duciendo entre los espa­ñoles "una evolución terrorífica de la obesidad" y que la mi­tad de los españoles la padece.

Según los patrones de comportamiento aconsejado en cualquier instancia y circunstancia, tendríamos que pasar­nos la vida en revisiones médicas de toda clase el año en­tero. Eso, los que tienen una sociedad médica o pueden pa­gar cada revisión, porque los que no tienen sociedad mé­dica ni recursos suficientes, enferman sólo por el hecho de darse cuenta de que se les cierra el paso al presuntivo bien que como tal tiene la sociedad "oficial" a la Medicina pre­ventiva.

La cuestión es que si hacemos caso de las consejas y propaganda que sobre nuestra salud nos hacen el urólogo, el ginecólogo, el proctólogo, el car­diólogo, el dermatólogo y todos los espe­cialistas habidos y por haber, nos tendrían todo el año pen­dientes de sus con­jeturas acerca de nues­tras vísceras, de nuestra circulación sanguínea o de nues­tros tejidos. Sí, porque no basta con la revisión inicial en sí. Luego vienen las dudas sobre los re­sultados que obli­gan a repetir las pruebas hasta no se sabe dónde. Es decir, que para vivir más que "antes" no basta con hacer vida sana y activa. Hay que poner en nuestra vida a un médico a par­tir de los cincuenta. Hay que vivir esa vida atentos a los resul­tados de cada prueba para estar luego quince días satisfe­chos por­que los resultados son buenos o "de libro", aunque nos muramos horas después de repente con un análisis clí­nico y una radiografía "de libro" en la mano.

Yo creo en cambio que la regla de oro para vivir sopor­tando el vértigo y la basura de estos tiempos, es prestar la mínima atención a las noticias sobre los avatares cotidianos en el mundo, tan raras veces gratas, leer libros consagra­dos por el tiempo para no perderlo le­yendo verdades pren­didas con alfileres o improvisaciones, escuchar música y relacio­narse con el arte, hacer ejercicio físico y mental, y ver de­porte “deportiva­mente”, esto es, sin vivir para padecerlo... Pero sobre todo vivir despreocupados de nuestra salud. Te­ner sólo al dolor prolongado como referente de disturbios graves en nuestro organismo, y evitar lo más posible todo contacto con la Medi­cina, princi­palmente la preventiva. No sea que, como un día sí y otro también nos recuerden las constantes contraindicaciones que tiene cada tratamiento presuntamente aconsejado. Ahora, por ejemplo, nos revelan que la radioterapia en la próstata incuba un tu­mor maligno en el recto. Ejem­plo que se podría multipli­car por mil...

No creo que hoy se viva más en Occidente gracias a la Medicina. Creo que es gracias a la nutri­ción, a la higiene y en último término a los antibióticos, todo al alcance de "to­dos". Pero sobre todo, como dije anteriormente en relación al mismo tema, lo que ocurre, y no es poco, es que se ha socializado la esperanza de vida al alcanzar el tope muchí­sima más gente.

Pero tampoco creo que fuera una boutade la frase de Na­po­león cuando dijo que los médicos causaban más muertes que todos sus generales juntos. Hoy, pienso que el instru­mental médico masivo e industrial redoblaría el resultado.

La mejor prevención de nuestra salud y frente a la propia Medicina, consiste en no ir al médico jamás si no es en am­bulancia. Y si hemos de ir presionados o porque estamos en horas bajas, no hacerles puñetero caso.

Quedémonos, en fin, con la fi­losofía de que de algo hay que morir, y además meternos en la ca­beza que la muerte, con Medicina o sin ella, es inevitable. Seguro que no hay mejor método para relajarnos mogollón...


25 Noviembre 2005

22 noviembre 2005

Tiempo y vida


La vida de la persona como miembro de la colectividad humana es como una cinta elástica. A medida que vamos estirando la cinta, las partículas del material de ésta se van extendiendo longitudinalmente, pero la densidad y masa de la cinta son las mismas.

La filosofía de la vida moderna ha optado por estirar la cinta hasta los límites de ruptura. Y están sucediendo dos cosas: que cada vez es más delgada la cinta y por tanto más débil y frágil el último tramo, pero la cinta se rompe por el pri­mero, es decir por el componente genético que se transmite a la generación siguiente.

Se vive numéricamente más años, se tienen más viven­cias en superficie, pero no calan ontológicamente y no se trans­forman en experiencias que aconsejen corregir y evitar lo que colectivamente debe evitarse para no legar vacío a los descendientes. En suma, la prolongación de la vida en el tiempo es a costa de la pérdida del instinto primordial y de la fatiga acumulada que origina patologías generalizadas de ansiedad y depresivas fruto del desgaste vital individual y colectivo.

Hace cien años una persona era vieja a los cuarenta, pero habia vivido "internamente" quizá más que otra hoy que llega a los ochenta.

Aun así, estos datos sobre la esperanza de vida son con­vencionales y relativos, al refe­rirse sólo a estadísticas que indican una socialización de la longevidad. Porque otras estadísticas, las que tienen en cuenta la creatividad, una nutrición y una higiene asegura­das nos dan tasas de vida tan elevadas como las de hoy día. No quizá un individuo del pueblo llano, pero sí un músico, un pintor, un clérigo e in­cluso un artesano de los siglos XVI, XVII, XVIII o XIX vivía tantos años como hoy viven sin vivir gentes ociosas de las estadísticas a que se contraen las cifras de esperanza de vida. Tengo mis estadísticas al respecto que pongo a dispo­sición de quien las quiera conocer.

Las condiciones actuales para vivir más y mejor son exce­lentes. Pero pocos saben (y menos pueden, tomando al globo entero por escenario) aprovecharlas y no las tiran por la borda.

En resumidas cuentas, allá cada cual a la hora de valorar si es preferible recorrer el mundo en dos años sin apenas sa­car alguna consecuencia valiosa porque va huyendo de la depresión o antes lo vió todo por televisión, o, como se ha hecho en otros siglos, emplear un mes un cuarentón en lle­gar a otro país sólo para estre­char la mano de un amigo...

21 noviembre 2005

La impaciencia, mal de este tiempo

A propósito del artículo El botón más gastado de Andrés Ortega Klein hoy en El País, parece ser que “en Eu­ropa, Asia y EE UU, el botón más gastado de los ascenso­res suele ser el de cerrar puertas. Como relató James Gleick en su libro Faster "sobre la acele­ración de casi todo", los as­censores automáticos están pro­gramados para ce­rrarse en­tre dos a cuatro segundos des­pués de marcar el piso, una espera insoportable para mu­chos que no aguan­tan y aprie­tan ese botón. No digamos ya quien espera a que llegue el ascensor. El enfado empieza a los 15 segundos, y a los 40 la gente realmente pierde los nervios”.

¡Qué inmensa diferencia con los tiempos en que alguien que no creo necesario señalar porque o se sabe o se adi­vina, dijo "La principal virtud del revolucionario es la pacien­cia"!
¡Qué contraste!, añadiría. Pues hoy, la destrucción del es­píritu contrario que encierra el tí­tulo del opús­culo de Jardiel Poncela Para leer mientras su­bimos en el ascensor, viene a ser el objetivo del espíritu que tiraniza a ese manojo de ner­vios que a los 40 segundos se deses­pera esperando al as­cen­sor. Pero es que a su vez es el mismo que agita y está pul­verizando a la postmo­dernidad occidental.

La desmesura y los excesos inmanentes al individuo ac­tual provienen casi siempre de su impaciencia patológica. Y el hombre que maneja el timón de la superpotencia, con un equipo de hombres y mujeres tan impacientes como él, es un icono de esa patología con independencia de sus objeti­vos principales economicistas y de dominio.

Desme­sura, precipitación e impaciencia acaban siendo la causa de la causa de terribles e irreparables daños a ter­ce­ros y a la cuna de la civilización. Aparte las notorias motiva­ciones mediatas de invasiones y ocupaciones ¿de dónde procede si no, la doctrina antici­patoria que destruye en los 40 se­gundos del que enferma de impacien­cia esperando el as­censor las nociones de vir­tus latina y areté griega, es de­cir, paciencia y morigeración?

¿Qué "filosofía" última de la impaciencia extrema impulsó si no, la urgente orden de salir de Irak dada a los inspecto­res de la ONU buscadores de las fa­mosas armas? ¿Qué otra cosa distinta a la ansiedad enfermiza ha fracturado sólo en días la filosofía milenaria del saber esperar, sólo ya pa­trimonio del espíritu de Oriente, como principal valor indivi­dual y so­cial?

Si esa Biblia en cien minutos, editada en Estados Unidos para los que creen no disponer de tiempo suficiente para leerla entera, comen­zase por las Bienaventuranzas, sobra­ría todo lo demás. La man­sedumbre es paciencia y los mansos son pacientes. Pero a Bush y a sus predicadores, para sus ansias de dominio y de petróleo, no les conviene en absoluto las enseñanzas del Nuevo Testamento. Por eso, cuando el trasunto religioso se estaba en­friando, llegó, disfrazado de político, el Angel Ex­terminador. Y es que con ninguna otra cosa se tra­fica más que con ese texto sagrado en la práctica tan vili­pendiado y sodomizado por los mismos que lo predican...

Por cierto y ya que hablamos de hermenéutica, ¿no habrá empezado todo el desaguisado en este mundo actual des­estructurado, cuando asoman las postrimerías, con la apari­ción del co­che sobre la Tierra?
21 Noviembre 2005